De Junqueras se decía que era el que mejor estaba en la cárcel. Que había encontrado un cierto confort místico en ella. En el lenguaje nietzscheano de aquellos a los que a-buenas-horas-mangas-verdes llaman hiperventilados, Junqueras representa la moral del esclavo que se entregó orgulloso al martirio de la justicia española mientras sus más valientes compañeros seguían de lucha por Europa. El junquerismo es amor, se decía, a sí mismo. Y lo volvió a decir en la entrevista, esperpéntica, verdaderamente vergonzosa, que concedió a TV3. Cuando Sanchis le preguntó si eso no era un poco de risa –aquí estuvo bien– respondió que del amor y de Shakespeare y de Dante y de Petrarca no se reía nadie en su presencia. Cuando Sanchis trató de advertirle de que no se reían del amor ni del bardo sino de él ya era tarde. El hinchado flotaba entre los grandes de la literatura y no volvió a aterrizar en toda la noche. Al terminar, a nadie le quedaban ganas de reírse. Porque este hombre está llamado, por su ego, su dios, su pueblo, sus líderes de opinión y sus compañeros de módulo a ser el líder que Cataluña necesita. Y él parece más que dispuesto a escuchar la llamada. Esto no es serio, pero tampoco es para reírse.
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