31.8.22

Pavel Nedved y la educación sexual de nuestras ministras

He visto a Pavel Nedved bailando con unas señoras sin camiseta y me ha sorprendido que en la prensa deportiva titularan como escándalo lo que en la prensa internacional ya nos habían enseñado a respetar como el derecho de las mujeres, o al menos de las jóvenes, a un poco de fiesta.

Me temo que nadie bailará por Nedved y por sus amigas como bailaron por Sanna Marin y las suyas, creyendo que sus tiktoks desafiaban a alguien, creyéndose valientes afganas por un ratito. Por aquel entonces llegaron antes los bailes en su defensa que los supuestos e insoportables ataques que estaba sufriendo. Cuando salieron las fotos de sus amigas besándose sin camiseta en lo que parecía ser la residencia oficial ya estaba todo bailado y no cabía ya ni la sospecha de que un discurso como el de Tokisha y unas fiestas que ni las de Johnson pudiesen tener nada de problemático.

Preferimos bailar en defensa de lo obvio y desafiando a nadie porque somos una civilización en retirada. Y no sólo en el frente ruso.

También en la ley feminista del día y en su defensa de la educación sexual, que se supone que ahora no existe o que existe, pero a la que hay que proteger del porno y de los colegas, que se ve que nos dicen cosas que no son.

Y es curioso, porque la educación sexual que se necesita es precisamente la que no puede competir con el porno y que tampoco está amenazada por él. La educación sexual que se necesita es la que puede darse y que al menos a mí me dieron en la clase de biología, sustituta seria del cuento de las abejas, y de la que uno sale con unas bases teóricas sobre las partes del cuerpo y sus usos y sobre los peligros de embarazos no deseados y enfermedades indeseables.

Y el porno ni explica ni desmiente nada de eso. Del mismo modo que las películas de Disney no desmienten las miserias del amor ni los momentos que nunca salen en las canciones.

Me parecía incomprensible la convicción de que el porno es competencia de la clase de biología hasta que vi el otro día a una de estas educadoras sexuales que se supone que pasan por los colegios cargadas de plátanos y preservativos explicando que quizás sí que algunos ejercicios de los que se proponen eran contraproducentes porque incomodan a los alumnos. Que los ejercicios en los que se les pide implicación en cosas como simular relaciones sexuales como en las bodas cutres generan, porque la naturaleza es más sabia que nuestros pedagogos, el lógico rechazo entre los adolescentes.

Es en ese terreno, el de la práctica, el de la gimnasia sexual, en el que el porno es competencia y, diría yo, preferible. El terreno en el que el porno no sustituye a la clase de biología sino a las más clásicas lecciones prácticas que, en épocas y sociedades pretéritas, ofrecían a los adolescentes la pederastia o la prostitución.

Es en ese terreno, en el que los adultos se proponen enseñar como colegas lo que sólo podrían enseñar como amantes, donde se ven tanto las faltas como los excesos de una educación sexual. Por esa manía de proteger a los jóvenes frente a las incomodidades de lo desconocido, que pretende enseñarles lo que no debería para que no salgan al mundo con tantos miedos y tantas dudas.

Un argumento, por cierto, muy recurrente en esa pornografía que tanto temen. Y que, en nombre de un paternalismo obsceno, que precisamente porque juega con los límites del tabú e incluso de la legalidad, nos recuerda, a nosotros y a nuestras primerísimas ministras, que hay cosas que es mejor tener que aprender solitos. Y que hay cosas que es mejor no enseñar.

24.8.22

Cuando un 'presunto culpable' pide la eutanasia antes de ir a juicio

Si el pistolero que disparó contra sus compañeros hubiese sido culpable, el debate no debería ser tan problemático. A los culpables se les encierra y se les sacan los cordones de los zapatos y se les saca el cinturón precisamente para que no se maten antes de cumplir sentencia. Porque sabemos muy bien, en contra de lo que decía la magistrada, que no siempre ni ante todo prevalece el derecho a la muerte digna.

A no ser, claro está, que muerte digna sólo sea la que autorice la magistrada.

Se les quitan los cordones y el cinturón porque se cree, claro, que el suicidio es una opción. Que habrá delincuentes que prefieran morir antes que vivir presos y culpables. Que hasta estos extremos llega y tiene que llegar el poder disuasorio de la cárcel, que es una de sus principales funciones junto con el castigo y la reinserción. Y que este poder es, de hecho, el fondo de uno de los más crueles argumentos en contra de la pena de muerte. El de que la muerte no siempre es suficiente pena, que la cárcel es peor.

Si fuese culpable no debería ser tan problemático porque ya sabemos que a los culpables no se les reconoce el derecho al suicidio, asistido o no. Porque se considera que no pueden elegir su sentencia.

El problema que tenemos aquí es que este hombre era, todavía, un presunto inocente. Y que esa condición pesa y tiene que pesar. Que esa condición es, para nosotros los civilizados, sagrada.

Si hubiese sido condenado, si hubiese sido declarado culpable, entonces podríamos haber contemplado una muerte digna. Podríamos haber entendido que también para nosotros una vida en esas condiciones de impedimento, presidio y culpabilidad no sería, simplemente, digna de ser vivida.

Pero el pistolero no llegó a solicitar nuestra compasión ni a pedir perdón. No nos ha dado ni tiempo de ser humanitarios. Hace menos de un año que disparó y hace pocos meses que pidió ser eutanasiado. Y no es un tema menor porque en este caso, tanto por la práctica de la justicia como por la práctica de la eutanasia, time is of the essence. Aunque en sentidos opuestos.

Que la justicia sea lenta, no por prudente y garantista, sino por dejadez o desborde, la hace menos justa. Que la eutanasia sea lenta, en cambio, no la hace menos compasiva o humanitaria, sino más. De ahí la insistencia en que la persistencia en el deseo de morir sea fundamental, por ejemplo. Y que precisamente por eso se considere distinta al suicidio, incluso asistido, que podría ser el impulso de un tremendo que pasa por un mal trance o una mala época.

Pero esta persistencia en el deseo de morir era aquí tan dudosa que la juez rechazó la petición de quedar en libertad a la espera de juicio por considerar que había riesgo de fuga. Y alguien que quiere huir es alguien que quiere vivir en libertad.

Y quizás este sea el problema de fondo, que es de tempos tanto como de principios. Si el juicio hubiese llegado antes que la eutanasia, quizás nos habríamos ahorrado este debate. Pero las cosas han ido al revés porque parecería que ya sólo pueden ir al revés. Que cada vez somos más rápidos (¿y menos garantistas, por lo tanto?) concediendo "muertes dignas" y más lentos celebrando juicios justos.

Que la muerte llegue antes que la justicia podría tomarse como una de esas miserias intrínsecas a la condición humana que lamentan los profetas. Pero que seamos más rápidos ejecutando que juzgando dice algo de nuestra sociedad, y no sé si muy bueno.

17.8.22

Selectos ignorantes, perfectos islamófobos

Si los islamistas hacen sus cosillas para dar ejemplo, para mandar un mensaje a Occidente, podemos afirmar y afirmamos que han fracasado. Podemos celebrar con orgullo y alegría que aquí su propaganda terrorista no funciona porque, simplemente, no nos da la gana de darnos por enterados.

Así en ese antológico titular que informaba que Se desconoce qué motivó al presunto agresor de Salman Rushdie y que casi coincide en el tiempo con el aniversario del atentado en Las Ramblas, donde unos jóvenes musulmanes mataron y murieron y "sobre los que siempre tendremos la duda de si realmente querían morir matando, como hicieron" (Marina Garcés, metafísica).

Porque los hechos, es evidente, no hablan nunca por sí solos y se necesita un poco de voluntad para entender su verdadera naturaleza y significado. Así, es normal que todavía hoy cueste entender a esos jóvenes de Ripoll que, según sus amigos, reían y salían y bailaban y se emborrachan y siempre saludaban, hasta que un día dejaron de hacerlo.

Es normal que cueste entender a esos jóvenes islamistas, en Ripoll, en Siria o en Nueva York, porque la doble condición de joven e islamista es propensa a un tremendismo y a una volatilidad que a las mentes adultas tiene que parecernos incomprensibles.

De ahí que fracasemos una y otra vez en darles la solución, digamos existencial, que creemos que tanto necesitan. Ese sentido de la existencia que les aleje del fanatismo y de este ir dando tumbos entre eros y thanatos y les acerque a la placidez de los Netflix del sábado noche. Porque estas son cosas que parece ser que, si no las hace el tiempo, no las sabe hacer nadie.

Y si el fracaso es de Occidente, como dicen, y si resulta que la culpa es nuestra, como insinúan, entonces habrá que decir que, si no hemos sabido enseñarles a vivir, al menos no hemos sido nosotros quienes les hemos enseñado a matar y a morir. Nosotros vivimos tan tranquilamente sabiendo que lo normal es no saber vivir y que el fanatismo es incomprensible.

Por eso, mucho más fácil de entender que el fanatismo de los islamistas y el sentido de la existencia humana son las ignorancias selectivas de nuestros adultos. Las excusatio non petitas de Garcés y del diario, que parecerían simple cobardía (¡islamófoba!), pero que son también algo más.

Si los que tanto saben y entienden sobre todo lo demás son los que aquí más tontos se declaran es porque con este conocimiento no sabrían qué hacer. Ya decía Nietzsche que la voluntad de conocimiento es voluntad de poder.

Y es por eso por lo que con todo lo demás, con todo lo atribuible al cambio climático y al heteropatriarcado (es decir, al capitalismo), saben exactamente lo que pasa. Saben lo que quieren hacer, saben lo que quieren destruir. Con todo este conocimiento saben exactamente cómo vivir y saben exactamente cómo medrar.

Pero con el terrorismo islamista no entienden nada porque no sabrían qué hacer. O no se atreverían.

De ahí que lo más perverso de esta ignorancia tan selectiva, de esta búsqueda de las razones profundísimas, pero sólo en algunos casos, no es tanto la excusa que regalan sino la solución que buscan.

Porque lo que ellos buscan son soluciones de verdad, no parches como poner más policía o vigilar mejor a los imanes radicales o cosas por el estilo. Todo eso son medianías liberales, basadas en la terrible convicción de que el precio de la libertad es la eterna vigilancia. Y ellos no están dispuestos a pagar el precio de vivir siempre en la incertidumbre y el miedo.

No están dispuestos a soportar la idea de que nuestra humana condición no tenga solución y de que mientras haya hombres habrá zumbados y tendrá que haber, por lo tanto, policía, y tendrá que haber, por lo tanto, escritores amenazados por el fanatismo de los unos y abandonados por la cobardísima ignorancia de los otros.

Lo que buscan nuestros selectos ignorantes es una corrección definitiva de nuestra cultura, es decir, de nuestra naturaleza, y estarían dispuestos a sacrificarlo todo por la esperanza, por la mera promesa en realidad, de que esta vez sí la humanidad vivirá, de una vez por todas, en paz.

15.8.22

T de titánica

Tienen gracia las bromas sobre la enorme cantidad de hielo que gastó Rosalía en el videoclip de Despechá porque todo lo que había de decirse sobre el asunto está dicho en la E de expansiva y en Saoko: Cuando los cubito’ de hielo ya no es agua / ahora es hielo, se congela, uh, no.

Y tienen gracia porque la verdad que asoma tras esas bromas es el mismo miedo al advenimiento de un mundo sin hielos en las gasolineras ni luces en los escenarios; el miedo a la distopía tecnológica que ella de algún modo parece combatir en toda su obra. No por sumisión al discurso ecologista y demás, claro, sino por la superación del miedo apuntando hacia un futuro al mismo tiempo plenamente tecnológico y alegre, con una aparente inocencia casi infantil. Ta-ra-ra-ta-tá-ra (en la ola de Corea).

Es algo que se vio bien en el concierto en Barcelona y, supongo, en muchos más. 

Se anunció que algo estaba a punto de pasar cuando la pantalla, la enorme pantalla que constituía prácticamente todo el escenario, se puso a escribir sola. Y cuando las luces empezaron un crescendo de parpadeos no apto para epilépticos ni para almas sensibles como la mía y cuando el ruido fue creciendo hasta llegar al borde de lo insoportable. 

Tanta luz y tanto ruido y tanta gente gritando sólo podían anunciar la llegada de un dios o de un tirano, pero lo que emergió por un lado del escenario fueron unos seres que gateaban como bebés enormes o como bestias, vestidos de negro con máscaras blancas, luminosas, que recordaban a las de los malos de Star Wars pero que daban mucho más miedo.

Todo eso parecía anunciar el advenimiento de la distopía tecnológica hasta que de entre esa masa de cuerpos, presuntamente humanos, emergió Rosalía vestida de rojo, y quitándose la máscara le pidió al público, y un poco a sí misma, para qué engañarnos, las mismas explicaciones que estaba a punto de pedirle yo: Chica, ¿qué dices?.

El público, educado, gritó Saoko, que dicen que significa energía, movimiento, y que sirvió para que los petrificados, que éramos yo y un niño detrás de mí pero que deberíamos haber sido todos, nos sobrepusiéramos al terror y para dar comienzo a un concierto que se movería entre el rojo y el negro, es decir; entre el sexo y la muerte, entre lo obsceno y lo macabro. Pero con un toque cute, que se diría es inevitable en ella, y que la llevaría a sonrojarse y sonreírse cada vez que el público dijese Z de zorra, o la pusiera por encima de esas putas.

Rosalía empieza el concierto dejando claro que del miedo se sale hacia arriba, hacia el futuro, si prefieren, y no de vuelta hacia una supuesta pureza perdida. De ahí que ella misma sea igual de cantaora con un chándal de Versace que vestíita de bailaora. 

El optimismo hace el futuro es un optimismo tecnológico muy particular que se ve también en el salto que hay entre El mal querer y Motomami, que se supondría el salto entre el mundo de la tradición y el del futuro pero en el que, al fin, las motos japonesas se comportan como caballos andaluces; que se levantan sobre las patas traseras, giran sobre su eje; arrancan y frenan en seco. Como ella misma.

También ahí, despechá sobre las bolsas de hielo se ve que su cuerpo no está diseñado para el posado y la pasarela sino para el baile y el hentai. Una mujer que en catalán llamamos “de cuixa forta”, que pisa fuerte porque sabe dónde pisa y que ya por eso yo diría que es anti-trágica. Es, al menos, anti-edípica, por el de los pies hinchados, que no sabe quién es porque no sabe dónde pisa. O al revés.

Ella sabe bien lo que hace y sabe bien que tampoco ella podría hacer otra cosa. Y aunque no tenga dinero, no tenga a nadie / Yo voy a seguir cantando, porque me nace. Pero que ella nació para ser millonaria y que tiene gracia que en Barcelona la M no sea de Motomami sino de Milionària, en ese gesto empoderador tan daliniano de ganar y gastar y que tanto choca con la tradicional avara povertà dei catalani.

El dinero es una presencia constante en su obra como lo son todos los intentos del hombre por intentar superar la decadencia propia de nuestros asuntos, y se diría que de nuestra época, buscando la trascendencia. Dinero, decíamos. Y sexo, y fama… y amor, y Dios, y arte.

Que sabemos que la fama es mala amante y una condena, pero dime otra que te pague la cena. Y sabemos que sólo Dios salva pero tanto ella como su abuela que lo primero es Dios; ni la familia ni chingarte. Y que lo que dios te dio te lo quitará. Y lo que pasó ya no pasará. Y que sabemos que el amor con amor se paga, pero el amor que más dura no es el que no acaba sino el que no se olvida y que mientras espera una ilusión de amor lo que se oye de fondo, casi indistinguible de un latido, es una voz que repite Kiss me through the phone / While I lick you just like licorice.

Pero el que sabe sabe / Que si estoy en esto es para romper / Y si me rompo con esto, pues me romperé / ¿Y qué?. Que de eso trata el arte porque de eso trata la vida. Que ser una popstar nunca te dura, que aquí el mejor artista es Dios y que nuestra más alta tarea es la de keep it cute.

Por eso tenía que acabar el concierto con CUUUUuuuuuute, que más que una canción es un mandato.

11.8.22

Hagámonos dignos de nuestros perros

Cuenta Enric González en sus Historias de Londres que, al llegar a la ciudad, su mujer y él decidieron adoptar un perro (por hacer lo correcto) y que la perrera les mandó un inspector para evaluar si su casa se adaptaba a las necesidades del animal. El inspector consideró que una casa perfectamente adecuada para que vivieran en ella dos humanos adultos no era suficiente para un perro y les denegó la adopción.

Enric y su mujer se tuvieron que conformar con un gato, y el perro en cuestión, con la perrera municipal.

Sobre gatos yo no opino y la perrera de Londres no la conozco. Pero la imagen que tengo yo de las perreras municipales y la insistente propaganda del “no compres, adopta” me hacen sospechar que el celo protector del Estado para con los más débiles es mucho más eficaz aumentando el poder arbitrario de aquel que la protección de estos últimos.

Es un peligro muy presente en esta nueva ley sobre el asunto animal de Ione Belarra.

Se dice que una de las aportaciones de la nueva ley sería el que los padres (y madres, cabe imaginar) separados que maltratasen un animal perderían la custodia de sus hijos. Es algo enormemente problemático, como todo lo que tenga que ver con la intervención del Estado en las relaciones entre padres e hijos, especialmente si es para impedirlas.

Feminismo, animalismo, Estado del bienestar. Todo trabaja por el debilitamiento de la espontaneidad y la presunción de bondad de las relaciones afectivas.

Es verdad que con ello se apunta a una intuición moral profunda y arraigada incluso en el pensamiento de los más reacios a reconocer derechos o incluso sentimientos a los animales. Porque incluso, entre ellos, el maltrato animal es condenable porque alguien capaz de maltratar a un animal se supone más probablemente capaz de maltratar a un ser humano.

Pero lo que hace esta ley, y lo que hacen nuestros tiempos, es profundizar en la inversión de la jerarquía de las cosas, donde antes lo importante era evitar el sufrimiento de los humanos en general y de los niños en particular.

En la actual transvaloración econihilista de los valores, donde el bienestar del perro es prioritario respecto al del hombre, se deja en muy mala posición a todas aquellas personas que cuando menos pueden cuidar de un perro es justo cuando más lo necesitan. Mayores, enfermos, pobres, deprimidos: gentes a quienes el perro cuida, y no al revés.

La nuestra es una sociedad cada vez más envejecida y solitaria, donde cada vez hay más gente necesitada de animales de compañía. Poner cada vez más dificultades económicas y legales a la vida con nuestros peludos y babosos amigos deja cada vez más aspectos fundamentales para lo que ahora llamamos “bienestar” en manos de la arbitrariedad del Estado, del juez o del inspector de turno de la perrera municipal.

Mientras no lleguen para generalizarse los perros robot, todavía sin derechos (y que dure), la inversión de las jerarquías y la problematización constante de nuestra vida afectiva condena a la soledad a cada vez más personas que necesitan del cuidado de los animales más de lo que necesitan la caridad y las promesas del Estado del “bienestar”.

7.8.22

Sólo puede ganar Putin

No, claro que no sería un cambio justo. No podría serlo. 

Porque no es lo mismo una jugadora de baloncesto que un “mercader de la muerte”. Y porque no es lo mismo una condena rusa por llevar un poco de aceite de cannabis en la maleta que una condena estadounidense por tráfico de armas.

Pero es que iguales sólo lo somos ante Dios y un poco ante la ley. En su ausencia, en sus afueras, y especialmente en una guerra como esta, más o menos templada, somos, a lo sumo, intercambiables. Y aquí manda el mercado, no la justicia.

Y en el mercado el intercambio es posible porque las cosas son distintas en valor y en naturaleza. Y por eso, porque las valoramos distinto, podemos cambiar una cosa por otra y salir todos ganando y tan contentos. Podemos preferir un iPhone que los 1000€ que cuesta. O a Brittney Griner en casa que a un maldito asesino ruso entre rejas.

Porque aquí fuera, en el terreno del realismo político y de la guerra de propaganda, los hombres tienen precio y valen tanto como representan.

Por eso no son lo mismo y por eso son intercambiables una jugadora de baloncesto estadounidense, negra y lesbiana, para más inri, y un “mercader de la muerte”. E iba a decir que ni hecho aposta. Pero es que con Putin nunca se sabe y seguramente esté hecho aposta. 

Porque ha tenido que ser ella la condenada para que a Biden y a buena parte de la opinión pública, americana y diría que occidental, se le haga insoportable la injusticia de su situación y relativo el heroico principio de no negociar con terroristas.

A nosotros nos parece intolerable ver o incluso imaginar a Griner en una prisión rusa por viajar con un poquito de aceite de cannabis. Y Putin finge intolerable que los demás países se defiendan de él y de sus sicarios. Porque cada régimen se define por los ídolos que encumbra. Y no hace falta decir mucho más.

Pero es en esa discrepancia y en esa teatralización de las diferencias políticas, culturales e incluso civilizatorias que hace ahora el régimen ruso, donde se entiende el intercambio y su perversa lógica propagandística.

El intercambio de prisioneros nos remite a una lógica de guerra, que es donde halla su sentido, y especialmente a su fin, porque en realidad es allí se asume que todos han hecho más o menos lo que debían, que era lo mismo, y que lo han hecho más o menos por los mismos motivos aunque con distintas excusas, nacionales o ideológicas. 

Pero esto ahora es imposible de asumir. Y es imposible, por lo tanto, asumir la justicia de ningún intercambio con el gobierno de Putin. Para empezar, porque cualquier condenado en Rusia debe ser considerado inocente hasta que se demuestre lo contrario. Y por eso, toda apariencia de igualdad entre los presos, que es una apariencia de igualdad entre los regímenes, es una victoria de Putin y de su propaganda de guerra.

También por eso suele decirse que no hay que negociar con terroristas y secuestradores. Que no hay que pagar rescates para no incentivar secuestros y que toda negociación con ellos que no les sea en realidad una trampa mortal es ya una cesión, y por lo tanto una derrota. Por eso se repite que no se negocia con terroristas incluso cuando se negocia a escondidas. Y por eso esta negociación, tan pública y tan cruda. Y por eso este cambio de política de la administración Biden, se ve y tiene que verse como una señal de debilidad. Y, por lo tanto, como una derrota. 

Es una debilidad comprensible, porque es la debilidad fundamental, existencial, del Estado moderno, que justifica su existencia y sus impuestos y decretos leyes en el principio de protección. Al menos, de la vida de los ciudadanos. Pero es una debilidad que nuestros enemigos no pueden dejar de aprovechar siempre que pueden.

Se ve bien claro aquí, cuando se intenta el cálculo de cuántos inocentes justificarían la liberación de un culpable de los peores. Porque en el fondo de nuestro sistema garantista y de su presunción de inocencia está la convicción de que más vale un culpable suelto que un inocente preso. Y, sin embargo… ¿cuántos inocentes nuestros vale un culpable de Putin? 

Sabemos que este uno por uno no sería suficiente. Que no está bien intercambiar una inocente americana por un culpable ruso. Y tampoco tres inocentes. Ni mil. Que no es cuestión de cantidad sino de calidad. Y de la calidad, en el fondo, de la propaganda. De lo útiles que sean unos y otros y su liberación para ganar una guerra que nosotros, con Estados Unidos, en principio, no estamos luchando. 

Este es, por lo tanto, un intercambio en el que Putin saldrá mejor pagado y una batalla que sólo él puede ganar. Entre tantas otras cosas, porque él es el único que puede hacer los cálculos en limpio. Porque soltar inocentes es siempre más barato que soltar culpables y porque comerciar con la vida y la libertad de los hombres y de sus ciudadanos es lo suyo. Es su política, son sus principios y es su estrategia (y su conveniencia). 

Putin ganará esta batalla, simplemente, porque no puede perderla. Es el tipo de lujo asiático que los autócratas pueden permitirse y los demócratas no.


4.8.22

Irene Montero da permiso a las gordas para existir

Lo malo es la campaña, el escándalo es lo lógico. Una vez has creado el Ministerio de Igualdad, tendrás que usarlo. Y tendrás que usarlo para promover la igualdad de género allí donde no se dé, que es más allá de la ley democrática, y que es por lo tanto en el terreno de los usos, costumbres y deseos.

Y una vez te hayas atrevido a decirle a la gente, a ciudadanos presuntamente libres y adultos, qué cuerpos deberían encontrar deseables, entonces ya es, por de Quincey, cuestión de tiempo que te atrevas a robar fotos o a usar Photoshop para "normalizar" los cuerpos normalísimos que estabas promoviendo.

Porque todos los cuerpos son igualmente deseables, pero unos lo son más que los otros. Y es conocido que esta es una ley ineludible, no sólo del deseo sexual de los humanos, sino del deseo de dominación de los Gobiernos.

La campaña obliga a la selección, y del mismo modo que no incluyeron a supermodelos, que ni necesitan ayuda ni aspiran a normalidad ninguna, tampoco incluyeron la prótesis de la chica. Porque algún criterio habrá que tener y algún límite habrá que poner si vamos a tener que convivir todos juntos, en paz y tan guapos y deseables.

Y es que estas campañas no promocionan nada más que la hipocresía de los afines, según la cual ahora toca hacer ver que nuestras playas son como las de Los vigilantes de la playa. Se trata de hacernos fingir que no hay gordas en nuestras playas y que si las hubiera serían las gordas más desables del mundo. Como pasaba, por cierto, según Vladímir Putin, con las putas en Rusia.

Y por eso lo interesante de la polémica no son las críticas de los descreídos, sino las defensas de la gente honesta, que es la peor.

La de una presunta gorda, por ejemplo, que decía que claro que ella ya iba a la playa y que faltaría más y que esto es un país libre y demás, pero que ahora ella y sus semejantes lo harían sabiendo que cuentan con el apoyo del Ministerio.

Hay gente que busca constantemente que le den permiso para existir. Y que siempre encuentra a alguien encantado de dárselo.

Esa es la gente que mejor entiende estas situaciones que a los demás nos parecen, simplemente, entre ridículas y delictivas. Y que salta a la primera a mostrar su apoyo a la valentía de la ministra y de todos sus minions porque sabe bien que aquí de lo que se trata es de cohesionar la secta.

Y para eso, ante las dudas y las encuestas, hay que ir subiendo la apuesta en una espiral del ridículo que no sirve, lógicamente, para convencer a nadie. Pero sí para mantener cautivos a los propios.

A los propios les encanta que les den permiso para existir y les encanta formar parte del grupo de los buenos. Aunque sea en calidad de tonto útil. Porque cada día que pasa, cada nuevo sapo que se traga, es más difícil romper con la secta sin romper también con uno mismo.

Por eso no es justo decir que las campañas son maniobras de distracción para que no hablemos del gas o del paro o así en general de la que se nos viene encima. Ni es justo para con la fe y el esfuerzo que le ponen las promotoras y su ministra, ni es justo para con el seguidismo de los demás.

Estas campañas son mucho más y mucho peor que cortinas de humo. Son advertencias y una suerte de prueba de estrés para seguidores y seguidistas. Les muestran bien el precio a pagar para poder seguir siendo de los buenos, con todo lo bueno que eso comporta cuando los buenos mandan, y nos muestran bien a nosotros hasta dónde están dispuestos a desplazar el centro del sectarismo y la normalidad.

Y así, una vez aceptado fingir que no hay gordas en nuestras playas y que todos los cuerpos son normales e igualmente deseables, les será mucho más fácil dar los siguientes pasos. Y a nosotros entenderlos.

Entender, por ejemplo, que cuando el Gobierno decreta que la inflación es culpa de Putin, la televisión tendrá que explicar lo divertido y lo barato que sale veranear de sandía y camping, como en el tardofranquismo.

Y que cuando el Gobierno llama a remar todos juntos y a pasar calor en verano y frío en invierno, el periódico que ayer editorializaba contra el austericidio tendrá que vendernos ahora la virtud y la necesidad progresista y de izquierdas de la nueva cultura de la austeridad.