14.3.24

¿Queda realmente alguien en contra del aborto?

Francia ha blindado el derecho al aborto en su Constitución. Y lo ha hecho con una mayoría algo más que reforzada de los votos. Más de 4/5 del Parlamento, en una de esas mayorías que si se diesen en países del Este harían sospechar de la limpieza y el sentido del proceso, pero que aquí sólo dan para lo segundo.

Porque algo hay de paradójico en la necesidad de blindar un derecho al que parece que nadie se opone en realidad. Algo de propagandístico, claro, de triunfo político en el sentido más partidista e innoble de la palabra. 

Se dice que el peligro viene de la extrema derecha, porque ese es el único nombre con el que el progresismo se atreve a manifestar su miedo al futuro. Pero ni siquiera la extrema derecha presenta un frente claro y unido en contra del aborto.

La derecha supuestamente extrema, de hecho, se ha comportado aquí como solía hacerlo hace nada la derechita cobarde: con dudas, divisiones y equilibrios tanto morales como políticos.  

¿Quién queda por lo tanto en contra del aborto? ¿Cuál es esa futura mayoría contra la que hay que blindar este derecho? ¿Quiénes son esos bárbaros, innombrados e innombrables, que esperan a las puertas para asaltar y destruir todos los triunfos del progreso y la libertad?

El único miedo que justificaría el blindaje, y que por supuesto no se atreverían a confesar, es el mismo miedo que ha llevado a borrar la cruz de Les Invalides del cartel oficial de los JJOO de París 24. 

Es el miedo del hipócrita, que lleva a tratar de blindar por la noche lo que descuida durante el día. Y que revela la fe de tanto ateo, convencido de que la ley podrá salvar los principios que él ni siquiera se atreve a pronunciar.

¿Bastará la ley para salvar el aborto? ¿Puede la Constitución blindar realmente algo o sólo sirve para alargar la ficción del progreso, la unidad y el consenso?

¿Cómo se blinda, en realidad, un derecho como este? Y no digamos ya en ciertas banlieues. 

Porque pasa como en aquellos bosques donde cae un árbol sin que nadie lo escuche. ¿Podemos decir que existe realmente el derecho al aborto ahí donde nadie puede querer ejercerlo? ¿Cómo van a mostrarnos estas mujeres que son realmente y constitucionalmente libres, si se niegan a ejercer sus derechos?

¿Qué implica entonces defender el aborto y blindarlo constitucionalmente? Es imposible no hacerlo sin propaganda. Sin defenderlo, por lo tanto, como algo más que un derecho de las mujeres a la libre disposición de su cuerpo.

Hay que defenderlo como algo bueno. Y celebrar con el jolgorio de estos días, por lo tanto, el blindaje de lo que, presuntamente, era un mal menor.

Y es que hay algo en la naturaleza de este derecho, porque no se plantea casi nunca como un derecho absoluto y porque la discusión no suele ser, en Francia como en España, entre partidarios y detractores del aborto, sino entre distintos tipos y grados de abortistas. Es un tipo de debate que casa muy mal con blindajes constitucionales y mayorías reforzadas que sólo incentivan posiciones dogmáticas y radicales. 

Es algo que se ve bien en los referendos ajenos y las mayorías orientales, donde el blindaje de la absoluta mayoría no sirve para salvaguardar libertades básicas, sino opresiones. Y no sólo legales.

¿Quizás se trate aquí también de lo mismo? Macron ya propuso blindar el aborto en la Constitución europea antes de recordar que él sólo es presidente de la República. Y lo hizo, claramente, para señalar al gobierno conservador polaco y reforzar sus credenciales como líder progresista. No ha podido sorprender a nadie la gran acogida que su ejemplo ha tenido entre las gentes de Sumar. 

Más que para blindar el derecho de las francesas al aborto, ¿no se trata aquí de blindar el consenso abortista excluyendo la cuestión de lo que se considera centrista y legítimo en el debate público?

No es Macron el único que fingiendo proteger la libertad alimenta el bichito de la polarización por puro y mero interés partidista. Personal, incluso. Bien podría ser este el gran logro histórico del centro liberal que tan bien parece encarnar: ampliar los límites del centro restringiendo los límites de la libertad.

2.3.24

Ábalos ha acabado siendo un sanchista ejemplar

Qué gran líder hubiese sido José Luis Ábalos si todos esos nobles principios democráticos que ahora explica en defensa propia y desde fuera los hubiese defendido desde dentro y para los demás. 

Qué gran intelectual, qué gran filósofo incluso, si todas esas reflexiones que hacia donde Alsina sobre la ambigüedad de la moral y la necesidad de la ley se atreviese a desarrollarlas por escrito en un ensayo que sería historia del socialismo español. 

Ábalos tiene toda la razón del mundo cuando critica que se le eche por responsabilidad política. Porque la responsabilidad política, a diferencia de la responsabilidad penal, es siempre indefinida e interesada.

Nadie sabe ni debe saber en qué consiste. En qué se concreta esa responsabilidad política. Porque nadie sabe ni debe saber cuál sería su límite. Hasta dónde alcanzaría y hasta quién alcanzaría si se convirtiese en un principio articulado y rector de la política socialista.

¿A qué distancia habría que estar del apestado para que no se nos pegue su olor a corruptela? Si dicen que todos estamos a sólo seis grados de separación de Kim Jong-un, ¿a cuántos grados de Koldo está el líder supremo Pedro Sánchez? 

Lo que no alcanza a disimular la apelación a la "responsabilidad política" es que sólo se le exige al presunto inocente que no ha sabido ser irresponsable.

Eso es lo que le pedían a Ábalos. Que no respondiese. Que no se responsabilizase. Que aguantase como un hombre. Como suele hacer Patxi López, por ejemplo, riéndose de los periodistas que hacen preguntas incómodas y largándose en silencio y con la cabeza bien alta.

Y que dimitiese llegado el momento, por el bien del partido y por el suyo propio, como le aconsejaban con tanta desfachatez estos días sus antiguos compañeros.

Pero ni una cosa, ni la otra. Ni ha podido evitar el interrogatorio, ni le ha dado la gana morir como mártir. Por mucho que esa fuese no sólo la esperanza del Gobierno, sino la expectativa de todos aquellos que no veíamos en Ábalos más que un hombre de partido, con todo lo que eso implica.

Lo que implica de peón, como bien se lamentaba Ábalos, que debe su vida al partido y que acabará pagándola. Y lo que implica también respecto a cuestiones fundamentales como la ejemplaridad o la presunción de inocencia.

Porque a los hombres de partido se les presupone una cierta culpabilidad, no siempre penal. Tesoreros, secretarios de organización, tuiteros enfurecidos a sueldo del erario... Son gentes que sólo están allí para que los demás parezcan buenos. Para que, llegado el momento, puedan cargar ellos con culpas que nunca les correspondieron en exclusiva.

Alguien debe ensuciarse las manos para que otros puedan dedicarse a las tareas más nobles del gobierno.

Así que ellos están allí, se supone, para sacrificarse por el partido cuando este lo necesite. 

Pero ¿por qué partido podría sacrificarse Ábalos? El gran logro del sanchismo y, en gran parte, supongo, de su secretario de (des)organización Ábalos, es el de haberse cargado al Partido Socialista.

Y no porque lo digan sus críticos, sino porque ese fue su diagnóstico después de las últimas elecciones gallegas, cuando se declararon convencidos de que el partido no gana ni pierde elecciones, sino que lo hacen los líderes.

Así que menos partido, menos barones, menos PSOE en definitiva para poder actuar con mayor libertad y a mejor conveniencia. Para que nadie limite el nombre de una estructura, unas siglas, una historia o unos principios a aquello que puede hacerse para lograr el poder y asentarse en él.

Como muy bien ha hecho Ábalos, líder inesperado de un partido inexistente.