30.12.22

La ley trans o salvar a los niños de sus retrógrados padres

Esta no será una segunda ley del sí es sí.

Esta ley no es un error evidente, avisado, de consecuencias nefastas, previstas y previsibles, que acabará teniendo aunque sea lo sea mínimo coste político para sus autores y que deberá finalmente enmendarse para volver a la senda de la cordura.

Aquí no hay vuelta posible.

Porque todos los defectos morales y procedimentales que podamos encontrar esta ley son perfectamente excusables. Porque una ley que, como dicen, amplía derechos y libertades es una ley que por definición no puede estar equivocada. 

No puede estarlo porque sus intenciones y sus pretensiones no pueden ser explicitados ni cuantificadas ni pueden por lo tanto sus resultados compararse con la realidad. No puede estarlo, además, porque todos los efectos negativos de la ley recaen sobre los propios transexuales y su libre voluntad. Todo posible arrepentimiento, por ejemplo, sería culpa de sus propias decisiones o en el peor de los casos de la retrógrada influencia de su familia o de su entorno social.

Es una ley que, por eso, se parece mucho a la ley de la eutanasia, tanto en la bondad de sus intenciones como en el relativo horror de sus consecuencias. También la ley de la eutanasia es un éxito indudable si nos fijamos en la alegría con la que sube el número de solicitantes. Y sólo para algunas viejas conciencias cristianas parece ser un espantoso fracaso cuando normaliza la eutanasia de adolescentes deprimidos o de viejos que no quieren ser una carga o de pobres que no quieren morir pero a los que es mejor y por dignidad no seguir compadeciendo con limosnas.

La ley trans tampoco permite el error, y por el mismo motivo. Porque es una ley basada en el rechazo explícito a cualquier árbitro fundamental. Es una ley sin metafísica, sin ciencia y sin consenso.

Sin metafísica por ser una ley que pretende superar, dejar atrás para siempre, los viejos prejuicios religiosos. Sin ciencia, porque se justifica por un dualismo que, fuese cristiano o cartesiano, es simplemente injustificable para el cientifismo moderno. Y sin más consenso social que el que la convicción del dogmático impone sobre la duda razonable del cobarde. 

Su único fundamento es la voluntad del legislador que funda derecho y su única justificación es la voluntad del menor que funda realidad. Pero con ello olvida y a conciencia que estas dos voluntades no son fácilmente compatibles. 

Es algo que vemos constantemente en todos y cada uno de los debates que nos plantea el feminismo gubernamental, donde la libre voluntad de la mujer es ley o es mera palabrería según coincida en cada momento con las convicciones ideológicas o los intereses propagandísticos del Gobierno.

También esta ley, como la ley de la eutanasia, tendrá sus excesos. También aquí veremos transicionar a jóvenes dubitativos o a adolescentes acomplejados por su cuerpo y por su entorno. Pero tampoco aquí sabremos cómo ponerle freno legal porque simplemente no sabemos qué fundamento oponer a la libre voluntad de los individuos.

Por eso, dejar a los menores a merced de su libre voluntad es tanto como dejarlos a merced de las modas ideológicas y del poder político, que las dicta o la sigue, según el poder y el momento, pero que es siempre incapaz de resistirse a ella por presunta virtud democrática.

Hasta las Derry Girls saben que ningún adolescente quiere ser auténtico en solitario. Y que es por eso por lo que el fenómeno del contagio trans no es muy distinto al de la moda skater o del juego del diábolo que nos asaltaron en mi juventud, pero es mucho más trágico porque no puede abandonarse en un altillo y porque sus consecuencias son para toda la vida.

La función del adulto, del padre, que esta ley no sólo desprecia sino que penaliza, es la de frenar la libre voluntad del hijo. Echarle un pulso a la pandilla, a la sociedad y las peores de las veces incluso al Gobierno, en defensa del interés a largo plazo del menor. Todo intento de proteger a los niños de sus retrógrados padres los acaba dejando solos frente al enorme poder del Gobierno de turno o de los vaivenes ideológicos de las modas sociales.


22.12.22

Rufián no los dejará tirados, porque no puede

Es sabido que nada le gusta más al independentismo que tener razón. Que más que el poder o la libertad o la inmersión lingüística, lo que de verdad le pone es “cargarse de razones”. Y es normal, por lo tanto, que su primera y unitaria reacción a la crisis actual haya sido salir en tromba a decir que nos habían avisado.

Con ese extraño paternalismo del derrotado que ya habíamos visto en otros movimientos moralmente superiores a sus carceleros, como el feminismo y el black lives matter, donde se presume que si el hombre blanco es violento y opresor es porque el pobrecillo no ha aprendido todavía a relacionarse con sus sentimientos.

Os advertimos, dicen, que suspender la democracia en Cataluña tendría consecuencias y que los próximos en sufrirlas seríais vosotros. La diferencia, ha querido puntualizar Rufián, es que nosotros no os dejaremos tirados porque antes que independentistas somos demócratas.

En realidad, ni una cosa ni la otra. En realidad, ni tenían razón entonces ni la tienen ahora. Y se ahorrarían muchos ridículos muy peligrosos para todos si fuesen capaces de decirse la verdad y reconocer, de una vez por todas, y ahora en serio, que para hacer la independencia tenían que romper con la democracia española. Como reconocen sin rubor y con toda la razón del mundo cuando están contentos y crecidos que no es posible hacer una tortilla sin romper algún huevo.

Y por eso, en lugar de salir como perritos falderos del Gobierno, deberían haber salido en tromba pero al lado de Inés Arrimadas, a reivindicar su superioridad moral y a afearle a los socialistas catalanes y en particular a ese pobre hombre Zaragoza que el 6 y 7 de octubre hiciesen en el Parlamento catalán lo mismo que ahora critican en el Congreso de los Diputados. Sabiendo, además, que si ahora condenan como golpe de Estado lo que antes se hacían en nombre de la democracia es porque en realidad ni les interesa el Estado ni les interesa la democracia, sino que ya sólo les interesa el poder. 

Que la reacción del independentismo haya sido de apoyo incondicional al Gobierno y a sus planes demuestra hasta qué punto es preocupante la desaparición de un nacionalismo ideológicamente centrado que sirva de equilibrio parlamentario y por lo tanto, y aunque sea por defecto, a la estabilidad del Estado.

Que el nacionalismo sea ahora tan dependiente de Sánchez y de la izquierda española como Sánchez y la izquierda española lo son del independentismo deja al Parlamento, quizás por mucho tiempo, sin esa extraña geometría variable que modera por miedo o por necesidad los excesos del entusiasmo ideológico.

Especialmente cuando los únicos que tienen principios e ideología en el Gobierno y en la bancada correcta del Parlamento los tienen digamos que bolivarianos, enamorados de las crisis y convencidos de que cada una de ellas es la penúltima oportunidad para perpetuarse en el poder.

Si el independentismo no ha podido salir al lado de Arrimadas no es solo por ideología sino por necesidad. A la fuerza ahorcan y la democracia española necesita tener siempre un nacionalista al que la oposición pueda sobornar. Si Rufián puede salir ahora a presumir de demócrata es sólo porque es, literalmente, insobornable. Porque nadie puede ahora, todavía, y quizás nunca más, hacer cambiar de principios ni de alianzas al nacionalismo catalán.

La absoluta y perfecta coordinación del nacionalismo y el Gobierno es, además, el perfecto corolario a la mendacidad de Sánchez.

Sánchez y sus socios no pueden, ni por fuerza ni por conveniencia y ni siquiera por error, separar sus caminos, sus principios y sus ambiciones. Hasta el punto tragicómico de que si Sánchez sale a decir que no habrá nunca ni un referéndum ni una consulta ni nada parecido en Cataluña, Rufián y los suyos ni tienen que romper sus pactos y ententes ni tienen siquiera que responder. Pueden limitarse a sonreír.

Todo el mundo sabe que pueden seguir confiando en Sánchez porque Sánchez es un hombre sin palabra.

16.12.22

Quien bien te quiere te hará llorar

Hace unos días, en un encuentro con jóvenes estudiantes de periodismo, Ada Colau hizo llorar a una chica. La pobre le había preguntado si "la ropa más formal (que ahora lleva quien antes vestía con camisetas reivindicativas) refleja a lo mejor una moderación de ideas o una maduración política". "Entiendo la intención de la pregunta, respondió la alcaldesa, pero a mí me sabe mal que una mujer me pregunte sobre mi forma de vestir y no responderé. Me visto como me da la gana".

Después del acto, y pasado ya el disgusto, la chica quiso explicarse y aclarar que la pregunta estaba hecha con todo el respeto y con la más normal de las admiraciones. Pero es que no sólo es un grave error deontológico (tanto el primer llanto como el posterior lloriqueo), sino que era innecesario. Colau sabía perfectamente que la pregunta estaba hecha con la mejor de las intenciones y por eso se negó a responderla. 

Porque la pregunta era pertinente y porque la respuesta era evidente. Y es que sí. Que Colau ha cambiado de ropa y ha cambiado de ideología. O, mejor dicho, que Colau ha cambiado de ropa y ha empezado a vestirse como creen sus asesores que debe vestirse una pijaprogre barcelonesa, porque ha abandonado la ideología revolucionaria que la llevó al poder para abrazar el decadentismo socialdemócrata que la mantendrá en él.

Colau es, por mucho que le pese, por mucho que le moleste que se lo recuerden, una dirigente socialdemócrata más. Por eso conserva el puesto, por eso ostenta el poder de no responder las preguntas incómodas, y por eso tiene todavía y contra toda lógica aparente posibilidades de volver a ganarle unas elecciones a Trias y de perpetuarse en el cargo.

Si Colau no responde es porque la verdad duele y es más fea que sus antiguos disfraces. Pero es, sobre todo, porque la lucha del poderoso es evitar que se la recuerden.

Pero la pregunta estaba hecha desde ese ambiente periodístico que establecieron las fuerzas del cambio en el cual las discusiones interesantes ya no eran sobre impuestos, ni sistema de pensiones, ni política internacional, ni ninguna de esas marcianadas de señoros en corbata. Sino sobre las camisetas de Colau, la coleta de Iglesias, las zapatillas o babuchas de los demás revolucionarios y demás. Donde todo era político y debía ser politizado hasta que llegaron al poder y todo fue machismo que debía ser silenciado. 

Eso es todo lo que ha pasado. Que el mismo discurso que desde la oposición servía para cuestionar sirve ahora, desde el poder, para acallar. Y estas preguntas tan pertinentes y bienintencionadas que antes sólo hacían los periodistas valientes ahora, simplemente, ya no tocan. Que aquí, como en ese anuncio de los padres maltratadores, ya no hay nada que ver.

Nada que ver y nada que decir porque a ver quién se atreve. Y esa es la desgracia de Colau y de un anuncio que parece tan extemporáneo que cuesta imaginar que haya en España cinco padres dispuestos a mirar a cámara y decirnos a nosotros, pobres buenazos, que ellos hacen llorar a sus hijos porque les da la gana.

Como hicieron con la ley del 'sí es sí', justificada por el atávico machismo en el que se suponía que vivía todavía la sociedad española, tienen ahora que inventarse una sociedad de padres violentos para presumir de bondad, modernidad y agenda legislativa.

Es como si estos lechuzos siempre llegasen tarde a los grandes cambios sociales, justo a tiempo para estampar su firma al final de la historia y asegurarse de que nadie más moderno pueda añadir ni una triste nota al pie de página. Todos sus discursos moralistas y sus indignados aspavientos son inútiles para sancionar al opositor, que ya ven, pero sirven para recordarle al buenazo que no se tolerará ni una insinuación de enmienda.

Se trata ya, y esta es en realidad nuestra esperanza, porque suele ser el preludio de la caída, de un "prietas las filas". De que cualquier pequeña duda es alta traición.

Es justo y necesario decir que, al finalizar el acto, Colau se acercó a consolar a la afectada periodista. Lo dejaron claro las dos y lo dejan claro las crónicas. Lo que no consta, ni en claro ni en oscuro, es que Colau aprovechase ese último abrazo de osito para responder a la bienintencionada pregunta.

Y no consta porque al final, como al principio, de lo que se trataba era de politizar el dolor. Preferiblemente, el dolor ajeno.

9.12.22

Al loro, que dice 'The Economist' que no estamos tan mal

Lo dice The Economist y lo entiende perfectamente Pedro Sánchez. No estamos tan mal como dicen, entre gritos y pitos, los españolitos. Tenemos sol y tenemos playa y tenemos esa alegría de vivir mediterránea y no deberíamos permitir que la crispación política nos haga olvidar lo que de verdad importa.

La crispación es lo peor y ya hay estudios, seguro que hay estudios, que advierten de que el clima político puede afectar seriamente a la salud mental. Los problemas existen, claro, pero no son problemas tan gordos mientras no podamos hacer ver que son responsabilidad exclusiva de Pedro Sánchez. Hasta entonces, todo tiene solución.

Y la situación de las instituciones, de la economía o de Cataluña no deberían preocuparnos hasta que The Economist, Sánchez y nuestros socios europeos nos digan lo contrario.

Qué más dará el drama este de los jueces si puede ser reducido a otra lucha partidista más. Y qué más dará que no hayamos recuperado los niveles económicos prepandemia y necesitemos todavía mascarillas en metros y autobuses para recordarnos que vivimos tiempos excepcionales y que la culpa es del virus y no del Gobierno. Y qué más dará que ERC gobierne en Cataluña y un poquito también en Madrid mientras sea garantía de que en Barcelona no queme ni un triste container desde ya hace casi cinco años.

Qué más dará nada de eso mientras Sánchez no tenga que asumir la culpa ni pagar el precio de las posibles soluciones. Qué más dará, sobre todo, mientras no nos convirtamos, otra vez, en un problema para Europa.

Por eso hay que insistir en que la crispación es lo peor. Peor que la inflación, que el paro juvenil, que el sistema de pensiones, que lo de los jueces y peor que lo de desayunar con Bildu. Y por eso hay que armonizar mucho y cada vez más. Por lo que fue y por lo que pueda ser.

Hay que armonizar delitos y tipos penales, como habrá que armonizar más pronto que tarde fiscalidades y pensiones. Pero no se trata de armonizar haciendo que las penas, los tipos y las definiciones se parezcan más a las de “nuestros socios europeos” y sus legislaciones. Porque Europa tampoco es, todavía, precisamente armónica en estas cuestiones.

No se trata de armonizar con Europa, sino de armonizarnos por Europa y para Europa. Nuestra concordia y nuestra armonía están y tienen que estar al servicio de la causa europea; del soberano naciente.

Y de ahí que preocuparse por la defensa del orden constitucional y la soberanía nacional tenga ya algo de anacrónico, de nostálgico, de reaccionario… de derechas.

Porque los enemigos ya no pueden nada contra el orden constitucional. No pueden los separatistas, que pasados los 18 meses de rigor revolucionario revolución están ahí negociando enmiendas para poner piscinas municipales en Santa Coloma. Y no pueden tampoco los marroquíes, ni sus policías, ni sus inmigrantes, ni sus espías, ni sus diplomáticos, ni sus espías, ni su selección, ni sus expatriados.

No hay que preocuparse, decimos, porque nuestra soberanía y nuestro orden constitucional están ya en manos de nuestros más mejores amigos.

Soberano es hoy quien controla el grifo de la deuda pública, que son nuestros socios europeos, y aquí no hay que preocuparse porque no hay ningún partido, ni de Gobierno, ni de oposición, ni del peligrosísimo populismo, que haya entendido que la soberanía nacional debe defenderse y que eso sólo puede hacerse con una enorme austeridad fiscal.

Como tampoco hay que preocuparse por lo que puedan hacer sus enemigos contra la Constitución cuando, si mal no recuerdo, el mayor atentado en su contra fue el Estado de alarma. Decretado por el Gobierno, con la colaboración necesaria de la oposición y de la práctica totalidad del autoproclamado constitucionalismo. Un ataque que demostró, además, la impotencia del Tribunal Constitucional para hacer cumplir la Constitución cuando toca. Es decir, cuando limita los poderes y frena las urgencias del gobierno y de la mayoría de la sociedad.

En esta situación, como bien dicen, no hay de qué preocuparse más que de no preocupar a Europa. El sol y las vistas no nos las quitará nadie, y los problemas de un pueblo soberano y de un régimen constitucional ya me dirán quién los quiere. Al loro, pues, que no estamos tan mal.

5.12.22

Pedro Sánchez, un lugar para la historia

Aveces pasa que la desfachatez de Sánchez, su impúdica inmodestia, se muestra como el exhibicionismo propio del adolescente que trata de ocultar una profunda inseguridad en el futuro y su lugar en él.

Aunque raro, por lo exagerado del caso, es un sentimiento muy normal y hasta comprensible a ciertas edades y en ciertos cargos. Y es importante que poco a poco se vaya encontrando, si no la virtud, si no la modestia y el buen juicio, sí al menos la seguridad y el temple que nos permite, poco a poco, ir dejando de parecer una ridícula caricatura llena de granos para empezar a parecernos al viejo elegante que querríamos ser.

Es normal que Sánchez tenga sus dudas e inseguridades sobre el futuro de su cargo y el valor de su obra y de su legado. Y es normal, por esa guapérrima incontinencia que lo caracteriza y que tanto incentiva nuestra efebocracia, que sea incapaz de disimularlas. Pero si de algo debería estar seguro cualquier presidente, hasta el punto de poder llevarlo en silencio, es de que tiene un lugar reservado en la historia.

Lo que no se sabe nunca es ni cómo ni cuándo ni ciento volando ni ayer ni mañana. Y es normal que se lo pregunte (incluso retóricamente, quien no sabría hacerlo de otro modo) porque en eso se lo juega todo. 

Esta angustia es la íntima miseria del poderoso moderno y es normal que también a nuestro Pedro le asalte sin remedio ni disimulo. Como normal es que toda ilusión nos parezca a nosotros, tristes y derrotados espectadores de sus miserias, como un falso y ridículo consuelo. 

Es posible que sus seguidores conserven el poder de escribir la crónica de nuestros tiempos y que lo encumbren, con el tiempo, como Pedro I el exhumador. Es posible, digo, porque yo tampoco tengo ni idea de cómo pasará Sánchez a la historia. Porque me fío tan poco de su juicio como del mío. 

Por eso fallan siempre estas pretensiones orwellianas de ir editando el pasado para asegurarse de pasar a la historia limpio y sin tachones como se pretende ahora con estas particulares ediciones de los insultos que se permiten en el hemiciclo o se publican en el diario de sesiones. 

Los pulcros de hoy corren el gravísimo peligro de que en un futuro no muy lejano los cronistas consideren que llamarle a alguien fascista sea mucho peor o mucho más ridículo que llamarle a alguien filoetarra. Y que sean ellos mismos, por lo tanto, quienes pasen a la historia como los de la polarización y la violencia política. Que sea precisamente su celo de editor, su transparente y vergonzante pretensión de explicarle a la historia cómo debería recordarles, lo que acabe blanqueando a la derechona y ensombreciendo su legado. 

Es muy propio y muy normal, decía, que el progresista se preocupe muy mucho de quedar bien con el futuro. Pero deberían andarse con cuidado. Porque si algo tiene el futuro es que es muy suyo y muy poco nuestro. Quizás les convenga, pues, ser un poco más modestos para aceptar como adultos que el futuro no siempre les dará la razón y un poco más orgullosos para entender que, muy probablemente, también la historia se equivocará cuando los juzgue. 

Lo que viene siendo madurar, supongo.