Torra habló de infiltrados, que es lo que suelen hacer los políticos cuando se avergüenzan de lo que se hace en su nombre. Porque a pesar de lo incómodos que suelen ser por sus pintas y sus actitudes, los infiltrados son en realidad de gran utilidad. De entrada, por algo que es evidente y conocido: porque la apelación al infiltrado malvado permite reforzar la idea de que los propios, los auténticos, y de nuestra causa común, son los buenos. Pero segundo, y aquí el problema, porque permite que el político mantenga y proyecte la ilusión del control político de las movilizaciones. Señalando a los descontrolados como extraños, como los de fuera, se refuerza la idea de que los propios, los de dentro, están bajo control. Eso es siempre una mentira y sólo a veces piadosa. Eso alimenta el ego del político y le hace creer que realmente dirige y controla. Y lo hace con la complicidad de los presuntos controlados, los propios y dirigidos, que callando otorgan el reconocimiento que busca el líder.
Pero, a pesar de todo, y por usarlo estos días y en este contexto, a Torra le han descubierto en truco. Esta vez, la primera que yo recuerde, han salido los presuntos a decirle a Torra que de infiltrados nada y que si acaso el infiltrado es él. Esta insólita respuesta demuestra lo que Torra querría ocultar tras la espesa cortina de humo de esta semana. Que Torra no puede mandar a los suyos a casa porque ya no los controla. Porque ya no son suyos. Y que ni siquiera lo intenta porque lo sabe y porque cree además y con ellos que en estos momentos, de nuevo históricos, se está mejor en la calle que en casa. Que a casa sólo se vuelve derrotado y a esperar la muerte política y nacional y que sólo en la calle, al calor del fuego regenerador, se puede seguir soñando en la victoria. Pero esta es una ensoñación peligrosa, incluso para el propio Torra. Porque cada día que pasa y cada altercado que montan va dejando más claro que estos supuestos infiltrados ya están casi tan en contra del Estado como de los propios partidos y líderes independentistas.
Infiltrado tú, le responden a Torra, porque esta revolución ya no es la suya. Esta ya no es la revolución de las sonrisas, esa doble mentira con la que los líderes independentistas pretendían mantener el control de los sucesos y de su relato. Por eso, mientras tantos insisten todavía y desde todos los ámbitos del independentismo, desde la calle y desde las tribunas, que sólo con la movilización permanente se va a conseguir sentar al Estado en la mesa, la respuesta que reciben estos días, una y otra vez, es que esto ya no va de negociar nada con el Estado. El procesismo que quería forzar una negociación ha muerto de éxito, porque finalmente ha calado, y ha calado hondo, la idea de que con este Estado no hay posibilidad de diálogo, negociación ni entendimiento. Cualquier paso y cualquier discurso en esta dirección es ya un intento de traicionar al pueblo. Y cualquier líder que busque distanciarse del fuego revolucionario se convierte, claro está, en un "botifler". Gabriel Rufián, ese charnego desagradecido, lo vivió hace pocos días en carne propia y, cabe sospechar, por iniciativa propia. Y lo han vivido y lo van a vivir muchos otros de estos presuntos líderes del proceso. Porque durante años le han dado a su pueblo a elegir entre una España fascista, demófoba, autoritaria, represiva y etc. y la nada. Y su pueblo, que no es tonto, ha elegido la nada.
También por eso tiene algo de patético ver a todos estos presuntos líderes políticos y mediáticos del independentismo repetir estos días al unísono que "así, no". Habría que preguntarles "¿cómo, pues?". Porque los mismos que durante años han presumido de ser más listos que el Estado, que sus críticos y más listos incluso que la propia naturaleza de los asuntos políticos son quienes, por no reconocer su histórico fracaso, siguen llamando a las movilizaciones constantes, masivas y pacíficas pero sin decir cómo, hacia dónde ni para qué. Se diría que quieren a unos ciudadanos moviéndose constantemente pero en círculos, avanzando a paso decidido hacia ningún lado. Porque eso es, a estas alturas, lo único que pueden ofrecerles. La sentencia y el Estado han dejado bastante claro a los líderes independentistas y a su pueblo ya no pueden ir hacia adelante, y las protestas les recuerdan que tampoco pueden ir hacia atrás.
El independentismo se está volviendo nihilista porque ha perdido la fe en su propia capacidad de ofrecer una alternativa real a este Estado al que tanto desprecia. Gran parte del independentismo ha dejado de creer en la independencia y ya sólo parece creer de verdad en su derecho a queja. Y por eso están tantos, y como buenos revolucionarios, en contra de las apelaciones al realismo político; porque están en contra de la realidad. Se diría que de una situación así sólo los puede sacar alguien que como ellos se haya visto tentado por este mismo nihilismo. Pero que sea capaz de explicar en un lenguaje claro el significado positivo y no sólo destructivo de sus aspiraciones. Alguien que entienda en el fondo que la principal, sino la única, tarea de la política es la canalización de estas pasiones hacia la convivencia pacífica y la normalidad democrática. Alguien que sea capaz de proponer un plan que vuelva más realista y atractiva la independencia, aunque sea lejana, que la destrucción. Mientras se espera a ese alguien, parece que Rufián y ERC se mueven y que Mas va recuperando protagonismo. Parece de chiste, claro, pero por algo se dijo aquello de que la historia se hace primero como tragedia y luego como farsa.
Publicado en Expansión