2.10.19

Buenérrimos

A Jürgen Klopp le dieron el trofeo al mejor entrenador de la temporada pasada y lo agradeció con un discurso muy celebrado por lo socialmente comprometido. Pocas semanas antes, Eric Cantona, en una ocasión similar, hizo un discurso bastante incomprensible pero en el que parece ser que advertía sobre la catástrofe venidera y mostraba también su compromiso social. El mundo del fútbol parece saber lo que se espera de él y responde en consecuencia. Esperamos que sean ricos, que tengan éxito y que sean padres ejemplares para sus hijos y para toda la sociedad. Por eso, en estos casos, discursos como los de Cantona siempre tienen más gracia. Por lo confuso del mensaje y por lo auténtico del personaje. Auténtico llamamos a aquello que le hace ponerse unos espaguetis por sombrero para burlarse de Neymar, de sus peinados y de sus florituras, y auténtico era también aquello que le hacía saltar lleno de ira contra el público rival y pelearse con las abuelas del equipo contrario como hacía cuando era todavía una leyenda en construcción. Hay algo complejo en estas gentes que se pierde, como en todos, cuando les pedimos que sean perfectos. Es normal y casi necesario que el discurso le salga confuso a un tipo como él y mucho más claro a un tipo como Klopp.

Porque Klopp es el malo que gusta ahora en el mundo del fútbol. Es un poco aquello que antes se llamaba un metrosexual, con esas gafas tan modernas y esa barba canosa tan bien recortada y que parece ser que gusta tanto entre las mujeres y algunos hombres, de Liverpool y más allá, porque es la perfecta sofisticación, que disimula pero no esconde, de la virilidad que se espera de un buen deportista. Tanto cuidado en las formas, palabras y procederes pueden disimular, pero no esconder, la verdad que se esconde en sus silencios. Porque la verdad de Klopp y diría que de todos los deportistas, lo que los lleva a estos actos en calidad de premiados, es justo lo que allí tiene que callar. En el caso de Klopp, esta verdad se llama Pep Guardiola. Klopp pudo agradecer y agradeció, con humildad y aparente sinceridad, a su colega Pochettino esa final de Champions a la que debe el premio. Pero no pudo agradecer a Guardiola esos partidos de Premier que le robaron el título. Por aquello de que es más fácil ser generoso en la victoria que en la derrota. Pero, sobre todo, porque la rivalidad con Guardiola trasciende el juego y tiene algo de inefable, de indómito. Es una rivalidad que como tantas, como todas las grandes, surge de la casualidad en el repartimiento de camisetas y no de ningún principio moral del que pueda darse cuenta en una gala como estas. Es la rivalidad auténtica, gratuita, a la que deben sus éxitos. Que no se puede explicar porque no se puede entender. Porque sale del mismo carácter, de la misma pulsión que les lleva al éxito. Es la verdad que hay que esconder para parecer moral. Por eso, cuando les pedimos que sean perfectos les pedimos que nos engañen. Y bien estará, mientras nosotros sigamos dispuestos a dejarnos engañar y ellos sigan dispuestos a las maldades y las hipocresías que sean necesarias para seguir ganando.