Por suerte y por desgracia, este tipo de protestas universitarias no son nuevas. Hace aƱos protestaban igual contra el plan Bologna y despuĆ©s por el 15M y siempre con la privatización de la universidad como excusa. Se dirĆa, en fin, que son los mismos revolucionarios con (no tan) distintas pancartas. Lo novedoso en CataluƱa es la dimisión del poder; de los dirigentes y de la āintelligentsiaā de la derecha nacionalista, presuntamente liberal. Antes un Convergente de bien tenĆa que estar en contra de la violencia en los campus y a favor del derecho de los estudiantes a ir a clase. Pero ya no. Ahora una candidata BorrĆ”s tiene que confundir el derecho a huelga con el derecho a okupar la Universidad y a impedir a los estudiantes ejercer sus derechos y a los profesores sus deberes. Porque lo de antes era en su contra y lo de ahora es a favor de su procĆ©s y en defensa de sus presos. No es que hayan perdido la autoridad moral para llamar al orden, es que ya no saben a quĆ© orden llamar. No tienen alternativa a la protesta. Y sus discĆpulos tampoco.
AsĆ se entiende que unos encierros en contra del encarcelamiento de sus lĆderes acabasen, con Ć©xito, cuando se les concedió la evaluación Ćŗnica. Los lĆderes siguen en prisión pero ellos pueden seguir protestando sin arriesgar el curso. Los jóvenes revolucionarios y sus gobernantes defienden ya exactamente lo mismo y tan poco: el derecho a la pataleta indefinida.
Pero peor son siempre esas otras negociaciones simuladas entre los estudiantes que cierran la universidad y los que se quedan fuera. Porque sólo sirven para legitimar la violencia. El estudiante expulsado no es interlocutor sino simple reclamo para los medios que acuden a la llamada de la violencia. La discusión en condiciones de igualdad es imposible porque hay uno que puede silenciar y silencia de hecho al saberse inmune a cualquier argumento que se le puede presentar. Le digan lo que le digan, la barricada seguirĆ” en pie. La decisión ya estĆ” tomada y Ć©l mismo no podrĆa cambiarla aunque se dejase convencer. Es un mero funcionario de la revolución y se encuentra, como ese Orwell matador de elefantes, con que lo primero que ha destruido al tomar la Universidad es su propia libertad. El diĆ”logo que finge es un intento de olvidar su condición, y por no debemos regalarle una sola palabra.
En estas situaciones, cualquier apariencia de conversación es una perversión del diĆ”logo y, con Ć©l, de la propia institución universitaria. Porque la palabra se devalĆŗa al ponerla al servicio de la confrontación y al convertir toda conversación en un debate, con unos ganadores y unos perdedores (que ya estĆ”n, encima, decididos de antemano). Quien se encierra en la universidad estĆ” convencido de que el diĆ”logo es imposible y que toda aparente bĆŗsqueda de la verdad es en realidad bĆŗsqueda del poder y de la dominación. Que la sociedad es lucha por el poder y las palabras un arma mĆ”s. Si el revolucionario se cree legitimado para usar la violencia es porque la da por supuesta y porque cree que Ć©l sólo la hace explĆcita, en protesta contra la hipocresĆa del sistema y en legĆtima defensa.
Esta es su convicción fundamental, pero no sólo la suya. Si vemos tantas dificultades en combatirla es porque este es un discurso cada vez mÔs generalizado en nuestras democracias en la era a la que venimos llamando de la posverdad. Los estudiantes nos demuestran que en este mundo puede haber debates y puede haber democracia, pero no puede haber diÔlogo y no puede, por lo tanto, haber Universidad propiamente dicha. Porque la vida universitaria es una vida centrada en la búsqueda y la transmisión de la verdad mediante la palabra, el diÔlogo, mientras que el debate sólo es la búsqueda del poder mediante la palabra.
La indefensión de la Universidad frente a estos argumentos contra la verdad, en parte por ser tan suyos, se ve reforzada por la convicción, tan democrĆ”tica, de que la Universidad tiene que ser para todos. Pero lo que demuestran estos dĆas es precisamente que la Universidad sólo es tal cuando es una sociedad cerrada para quienes pretenden dedicar unos cuantos aƱos de su vida a la bĆŗsqueda sistemĆ”tica de la verdad. Los demĆ”s tienen sitios mejores y mĆ”s Ćŗtiles para perseguir sus fines, pero estos sólo tienen la Universidad. Para seguir siendo digna de su nombre, la Universidad debe ser una institución militante. Que expulse sin complejos a quienes impiden su correcto funcionamiento y defienda su carĆ”cter exclusivo y elitista en el mĆ”s democrĆ”tico de los sentidos. Sólo asĆ puede cumplir con su función social en una Ć©poca en la que parece mĆ”s urgente que nunca. Al fin, incluso el antisistema merece un sistema que funcione y se defienda.
Publicado en Expansión