Estas cosas no son agradables de ver. Cómo se hacen las salchichas y cómo se hacen las leyes, decía el chiste. Y cómo se hacen las nuevas normalidades, tampoco.
No es agradable, pero alguien tiene que hacerlas. Y también en Cataluña la vuelta a la nueva normalidad es una vuelta a lo mismo, pero un poco peor.
La nueva normalidad es que el 10 de septiembre, en el Fossar de les Moreres, donde antes se lanzaban puyitas las juventudes convergentes y las republicanas, ahora se las lancen los jóvenes de Arran y los radicales de Sílvia Orriols.
Y que así se vaya considerando. Que los radicales vayan siendo ya únicamente los de Orriols y que Arran, incluso para los no alineados con el socialismo imperante, vuelvan a ser anécdota, a pesar de su impresionante currículum de actos vandálicos orgullosamente reivindicados en nombre de la patria y del socialismo.
A los de Orriols no se les conoce más que el tono, el acento y el aspecto de su portavoz, tan marcados, tan severos, tan como de Cataluña de antes. Como si regresase del futuro para advertirnos de los peligros del Estado español y de la inmigración.
La nueva normalización de Cataluña pasa por las multas y las advertencias parlamentarias a Orriols, porque tanto a los socialistas como a los demás partidos del procés les conviene desviar el foco de sus pactos, engaños y negociados varios.
La Generalitat impuso a Orriols una multa de 10.000 € por afirmar que "la identidad catalana está amenazada" (que es algo que sabe todo el mundo, y que no pocos celebran) o que "en una Cataluña islámica habría violaciones en grupo, mutilaciones genitales y matrimonios forzados".
Algo que, por la parte de las violaciones, se supone que ya sucede. Y que por la parte de las mutilaciones y los matrimonios forzados, asumiendo que ya no se da ni durante las vacaciones en el pueblo de los abuelos, supone en todo caso un temor al que sólo cabe responder con el optimismo progresista de la feliz e inevitable secularización (y tinderización, incluso) de los nuevos catalanes.
Lo que se le ha prohibido a Orriols, y con ella a todos los demás, es el pesimismo.
Porque la nueva normalidad, también ahora, y siempre con Salvador Illa y Pedro Sánchez al mando, impone el optimismo con toda la fuerza sancionadora del poder político. También de esta "saldremos mejores".
La nueva normalidad en Cataluña es que, como en el resto de España, toda la atención política y mediática se centre en el peligro de la extrema derecha para que el Gobierno haga sus cositas en paz mientras deja pudrirse todo lo demás.
Así se entiende también lo que hace que Illa quiera volver a ese seguramente mítico catalanismo moderado y cordial, para que algunos le acusen de nacionalista mientras deja que la nación catalana desaparezca en la feliz pluralidad cultural del Estado.
Se ve en los dos grandes temas en los que no trabajar de lleno y con todas las fuerzas en su favor es tanto como actuar en su contra.
Se ve en la financiación singular, presunto pacto fiscal, que consistía en darle a ERC una excusa para votar susto en vez de muerte, que ahora negociarían dos socialistas entre ellos, y que cada uno debería interpretar como quiera, pero siempre a favor del gobierno de Sánchez.
Y está muy bien que la oposición diga que es un pacto fiscal como el cupo vasco, y tan mal calculado como el cupo vasco. Y está muy bien que pasen de negar la existencia del déficit fiscal a afirmar que con semejante cupo los españoles morirían de inanición, porque ante semejante panorama, al PSOE le bastarían las buenas intenciones para mantenerse en el poder en Cataluña y en Madrid.
Y se ve también en la inmersión lingüística, que es el gran tema nacional y que si no se cumplía con Junts, ni se cumplía con ERC, mucho menos se va a cumplir con Illa.
Illa dice que está a favor de la inmersión por no decir que está en contra, porque proponer cualquier alternativa es un jaleo innecesario y de dimensiones colosales que pondría en peligro su poder.
Pero hacer cumplir la inmersión es ya imposible en Cataluña, por el simple hecho de que en las aulas catalanas no quedan suficientes charnegos acomplejados y con ganas de integrarse. Especialmente en la parte que importa para el asunto y a la que, sabiéndolo bien, por aquel entonces llamaron Tabarnia.
Para que se cumpliese la inmersión, y ya no la que temen los tabarnios, sino la del 75% en catalán que se supone legal, la Generalitat debería inundar los colegios de inspectores dispuestos a imponer el catalán a golpe de sanción.
Y ni tiene ganas, ni tiene inspectores, ni los encontraría dispuestos a semejante drama. Pero estar de verdad a favor de la inmersión lingüística es esto, y ni Illa ni nadie en Cataluña está por la labor.
El socialismo sabe que para mantener el sistema, y para mantener el poder, necesita de la inmigración mucho más de lo que necesita una nación catalana rica y plena. Y quien no haga este esfuerzo, de una violencia que aquí sólo se atreverían a ejercer contra la pesimista Orriols, está simplemente dejando el futuro del catalán y de Cataluña en manos del progreso, o sea, de la demografía.
Es decir, está dejando que desaparezca poco a poco, pero en silencio, que algo es algo y es lo normal.