21.4.22

Aragonès congela al independentismo

Pere Aragonès congela sus relaciones con el Gobierno. Es el verbo justo. Romper relaciones sería un jaleo. Podría ser costoso. Habría que hacer cosas, romper pactos, incluso gobiernos, y quizás hasta perder poder. Pero congelar es justo dejar las cosas como están.

Algo más frías, claro. Como distantes. Allí, metidas en el congelador, que no siempre está a mano, con las croquetas de la abuela o el cadáver de Walt Disney. Como si no hubiese pasado el tiempo y con la ilusión de que cuando queramos y nos convenga o apetezca podamos descongelarlas y seguir como si nada.

Pero por ahora las relaciones están congeladas y no pueden avanzar, insistía Aragonès en su lamento. Porque es cierto que para un progresista este parón es fuerte. Porque parar es siempre parar el progreso.

Pero esta es, en realidad, una muy buena noticia para el independentismo, que hace mucho tiempo que no avanza, pero ahora al menos parece que es porque a él no le da la gana.

Y mientras sus relaciones con el Gobierno están congeladas, el independentismo no tiene que asumir los costes de estar ni los de no estar. Ni de romperlo, ni de mantenerlo calentito, con ese caloret faller que le da vidilla y le permite seguir haciendo las cosas chulísimas que ha venido a hacer, pero que no parece que tengan nada que ver con pactar un referéndum de independencia a corto plazo ni nada por el estilo.

Además de darle la indignada distancia con el Gobierno y pasearse por Europa diciendo que España no es una democracia plena y esas cosas, esta es una muy buena noticia para el independentismo porque ahora puede dedicarse a lo que de verdad le gusta: a cargarse de razones.

La gracia del software y de este escándalo es que, eso repiten, no podía usarse para espiar a partidos de la oposición. Y su uso demuestra, por lo tanto, que el Gobierno no trataba al independentismo como una molestia democrática más, sino como una amenaza seria que justificaba el uso de medidas excepcionales.

Es, en definitiva, una prueba más de que el Estado, que ahora es el Gobierno, y que volverá a ser el PP cuando convenga, se tomó al independentismo más en serio de lo que el independentismo se tomaba y se toma a sí mismo.

Baste decir que con esta misma polémica que ahora presentan como casus belli, el anterior presidente del Parlament, Roger Torrent, había presentado una novelita de ciencia ficción hará uno o dos Sant Jordis. Titulada, justamente, Pegasus. Y sobra añadir que, en su tuit de denuncia, Oriol Junqueras presumía de ser víctima del mayor caso de espionaje del mundo.

Han vuelto a hacer historia. Y el mundo, de nuevo, los mira. Con la novedad, además, de que esta vez parece que tienen razón. Y que tendrán que dársela los tertulianos y se la darán, porque aquí y de momento lamentarse por los excesos anónimos sale gratis. Porque nadie saldrá a rebatirlos y porque nadie saldrá a defenderse, ofendido, porque no se puede acusar a nadie en particular.

Es la burocratización de las cloacas del Estado, que garantiza la sana indignación de los últimos liberales y la irresponsabilidad de los anónimos infractores. Si el software lo ha comprado España, es que lo hemos comprado todos. Es decir, que no lo ha comprado nadie.

El independentismo andaba necesitado de noticias como esta. Que les permitan acusar a la podredumbre de todo un régimen sin tener que asumir la responsabilidad de acusar a nadie que pueda defenderse ni tomar ninguna decisión difícil o costosa.

Que le permita guardar, así, una justa e indignada distancia con el Gobierno, que en realidad es una distancia con el Estado español, y que más pronto que tarde volverá a ser una distancia con el PP y la derecha española. Y que justificará, en último término, fingir que se creen las explicaciones que les vaya a dar Pedro Sánchez y seguir implicándose cada día más en la profunda y siempre urgentísima reforma de la democracia española, al lado del PSOE y de lo que quede a su izquierda.

Darán más vuelta, pero volverán a lo mismo. Porque no pueden ir a ninguna otra parte. Porque no pueden ser cómplices de la caída de este Gobierno. O, mejor dicho, no pueden ser cómplices de la llegada de un gobierno del PP y de Vox.

No por principios tan pulcramente democráticos como los de Eduardo Madina, claro. Sino, simplemente, porque han aprendido las lecciones del procés. Han perdido la vieja ilusión de que la derecha es una fábrica de independentistas y que contra el PP se secesiona mejor.

Con su débil, triste y cobarde soledad, y con su desesperada dependencia de Sánchez, el independentismo nos da la medida justa de lo mal que tienen que ir las cosas en este país para que puedan empezar a ir mejor.