La primera vez que me hablaron del famoso test de Turing fue un profesor, ya en la Universidad. Hacía poco le habían invitado, junto con otros célebres filósofos patrios, a entrevistar a una moderna Inteligencia Artificial y someterla, y someterse con ella, al test. Se trata en estos casos de descubrir si se habla con una máquina o con una persona según cómo responda a las preguntas que le lancen. Los filósofos, nos contó, descubrieron el artificio al preguntarle por qué no se había suicidado. No supo qué contestar. Lo recuerdo porque pensé que yo, presunto humano, tampoco sabría cómo responder a esa pregunta.
Las máquinas del nuevo libro de Ian McEwan son un poco como yo. Pero más inteligentes; aprenden más y piensan mejor y son incluso moralmente más puras, más kantianas. Son, de hecho, la perfección de la razón moderna hasta el punto de representar, como suele suceder en este tipo de ficciones, también la encarnación de sus problemas. Usamos a los robots como espejo de nuestros miedos y por eso tememos que sean violentos o que usen su inteligencia para dominarnos y esclavizarnos en lugar de servirnos y hacernos la vida más rica y plena. Las máquinas de McEwan no buscan la dominación. Son, de hecho, tan inteligentes que no saben lo que buscan y no saben cómo vivir sin este conocimiento. En esto son un poco como aquél barón de Münchhausen y como los más modernos de nuestros moralistas, que confunden la indignación con la virtud y pretenden salvarse tirándose de los pelos. Y como no pueden, poco a poco se van hundiendo; se van suicidando. Es por sus virtudes intelectuales, por ser el perfeccionamiento de la razón moderna y no por ningún tipo de error en su programación que las máquinas se autodestruyen por falta de razones para vivir.
McEwan nos recuerda que somos máquinas como ellas, pero no tanto. Que somos modernos, pero no tanto. Ni tan modernos como esas máquinas ni tan modernos como esas ministras socialistas que celebran estos días el solsticio de invierno como los padres de George Costanza celebraban Festivus: para dejar claro que ellos son modernos y no celebran viejas tradiciones como la Navidad. Para los demás, los que hace años que la Navidad la celebramos lo normal, estas fiestas imperfectas y un tanto absurdas son un buen recordatorio de que somos modernos pero no tanto y que quizás sea por eso para nosotros es todavía posible y tiene todavía sentido soñar, cada año y con la misma fe, en nuevos y mejores comienzos. Tengamos pues, quienes todavía la celebramos, ¡una feliz y muy moderadamente moderna Navidad!.