La bautizaron como la Manada de Manresa, pero no tienen ni punto de comparación. Lo hicieron, claro está, con la mejor de las intenciones, para demostrar las similitudes, denunciar el silencio hipócrita y defender a las víctimas (presentes y futuras). Pero la verdad es que, en lo fundamental, que no son los hechos sino sus circunstancias, este caso tiene muy poco que ver con el tristemente célebre de Pamplona.
Lo más evidente y fundamental es la raza, ¡la racialización! de los presuntos agresores, que impide que nuestra izquierda se manifieste por miedo a ser confundida con los racistas. En su defensa hay que decir que es un miedo razonable. El sentido de las manifestaciones lo define tanto la causa como la compañía y en este caso siempre se trató más de demostrar que no eran machistas ni indiferentes frente al sufrimiento femenino que de defender a una víctima que por aquél entonces ya contaba con la defensa de sus abogados, la justicia y el Estado de derecho. Si se considera que esto no basta, si se cree que se necesita algo más y se exige que la sociedad entera, como una gran familia, arrope, apoye y crea y lo grite a los cuatro vientos, es sólo porque antes se la ha criminalizado como a una sociedad heteropatriarcal de violadores y explotadores.
Es por eso que estas manifestaciones no son en realidad muestras de solidaridad con la víctima sino la representación pública de una sociedad que se pide perdón a sí misma mientras exige a los políticos que la hagan virtuosa. Quizá haya algo de racismo en el hecho de que nuestra sociedad se sienta menos culpable en el caso de Manresa (Barcelona) que en el de Pamplona, pero lo que de todos modos deja claro es que ni todo el mundo puede pedir perdón en nombre de la sociedad ni todo el mundo puede concederlo. Y es por eso y por nada más que los millones que se manifestaban antes, con tanta pompa y entusiasmo, no pueden hacerlo ahora. Porque nadie quiere ser perdonado por un racista. Y porque en realidad sólo se trataba, como de costumbre, de sentirse del lado correcto de la historia. Es decir, de la pancarta.
Y para que esto sea posible, para que haya un lado bueno y de los buenos y un lado malo y de los malos, es imprescindible que haya dos versiones de la misma historia y dos lados de la misma pancarta. Y eso es algo que había en Pamplona y que falta aquí. En Pamplona había alguien al otro lado y por eso el activismo podía, y debía, intervenir. Allí tenía la oportunidad y por lo tanto la obligación de ayudar a que la balanza de la justicia se decantase por el bien. Porque en Pamplona había un contexto e incluso un pretexto de fiesta y diversión. Existía incluso la pretensión de explicar los hechos en nombre de la libertad sexual y había además una defensa pública de los acusados. Por eso tantos se sintieron obligados a actuar y por eso había que insistir hasta la extenuación en que "no es no", que "si no es sí, es no", que "no fue consentido" y que "no fue abuso sino violación". Porque había dudas razonables.
En Manresa no se dan las condiciones. En Manresa no ha salido nadie a defender públicamente a los acusados. Ni siquiera ellos mismos. Y por eso el activista moral no ha encontrado ocasión de retomar las calles hasta que ha podido salir a responder a los racistas y xenófobos que han aprovechado el caso para acusar a los llamados menas y a todos los inmigrantes en general. Aquí sí que había conflicto, ahora sí tenían ocasión para manifestarse en favor del bien y en contra del mal y algunos de los más encontraron excusa hasta para recordarnos que no deberíamos criminalizar a estos chicos sino a los hombres sin distinciones de raza, cultura o religión.
A pesar de todo esto, la cuestión fundamental no está en los acusados sino en la presunta víctima. En el hecho, sólo aparentemente paradójico, de que en el caso de La Manada, la auténtica, no había víctima. Es verdad que un pequeño reducto de sádicos y morbosos sabía de ella, pero para los demás, para la gran mayoría de la sociedad y para la totalidad de los nobles, la de Pamplona era una víctima elíptica en la que se creía a ciegas, parodiando a la diosa justicia, porque sólo de esa forma se podía creer con la fe y la devoción que exigía su unánime y simbólica defensa. No hace falta recordar la que montó Arcadi Espada cuando preguntó si alguno de sus defensores públicos sabía algo sobre sus usos y costumbres, que era algo a todas luces relevante para el juicio real pero incompatible con el circo mediático y que era, en cualquier caso, muchos menos de lo que ya sabíamos todos sobre los entonces acusados, sus familias, sus amigos y sus circunstancias.
En Pamplona teníamos a unos acusados sin víctima y en Manresa tenemos a una víctima sin acusados. Con la agravante particularidad de que la víctima conocida no es la chica sino su tío, y esta diferencia de género, se comprende, lo cambia todo. Porque el tío de la víctima es un hombre fuerte y tatuado que grita y que llora y que explica unas cosas espantosas y que casi se pega con uno de los acusados. Este hombre no es la joven pura e inocente que merece y necesita del cuidado y protección de toda una sociedad. Este hombre no es víctima de una historia de opresión sino la víctima real de un posible crimen real y aunque dice que le basta la protección del sistema y de los tribunales, de la justicia, es evidente que no le puede bastar. Este hombre es humano, demasiado humano para despertar la solidaridad de las masas. Es un hombre que cuando grita que no fue abuso sino violación no dice nada que no sepamos ya, que no creamos ya, y que nos demuestra así que no necesita de nuestra defensa sino de nuestro consuelo. Y la masa no está para esto.
Por eso, por mucho que quieran ahora solidarizarse con él y por mucho que se exijan para él las atenciones que se tuvieron con la víctima de Pamplona, la verdad es que no podrían construir una masa a su alrededor sin pervertir e instrumentalizar su causa. Porque este hombre y su familia necesitan nuestro respeto, y no nuestra fe. El respeto de no aprovecharnos de su dolor, de no usar su tragedia como una bandera ideológica y de no convertir esos vídeos que circulan por las redes en armas arrojadizas contra la hipocresía de todos esos ochomesinos que ahora guardan un escrupuloso silencio. Compartir esos vídeos es usar el dolor de una chica, de un tío y de toda una familia para sacar un rédito ideológico y político. Un hipócrita ejercicio de exhibicionismo moral. Que es justo lo que se criticaba. Y justo lo que hay que evitar.
Artículo publicado en ElMundo