7.10.24

Israel nunca fue víctima

Un año después, y según los críticos más razonables, "Israel ha pasado de ser visto como víctima a ser visto como verdugo".

Pero Israel nunca fue víctima. Israel fue verdugo desde el mismo día 7 y el 8 el pescado se envolvía ya con un mundo en vilo a la espera de las represalias de Netanyahu.

Y Macron, moderado, ha querido celebrar el aniversario pidiendo que se deje de suministrar armas a Israel porque la guerra exige una claridad moral que el centrismo europeo no está preparado para ofrecer.

El macronismo quiere situar como suele a los contendientes en dos extremos equidistantes al centro virtuoso que representa. Y certifica así que Judith Butler está muy bien acompañada al considerar que Hamás y Hezbolá forman parte de la izquierda global.

Esta bonita coincidencia muestra a las claras la inclinación de la balanza ideológica occidental. El centro coincide con la izquierda atribulada en el diagnóstico pero no todavía en la cura. Porque el centro prefiere abstenerse y dejar que la historia le haga el trabajo sucio.

Así se ve cómo también aquí, tanto en Gaza como en París, el extremo centrista acaba favoreciendo a la izquierda porque mientras a la extrema derecha se la castiga, a la extrema izquierda siempre se la pretende reeducar y devolver al redil de la cordura y el consenso progresista.

La claridad moral que exige la guerra es de una enorme incomodidad, pero parte de una constatación objetiva y muy simple: Israel son los nuestros. Hay un ellos y hay un nosotros e Israel son los nuestros.

Porque Israel es una democracia, porque su estilo de vida es nuestro estilo de vida y porque sus enemigos son nuestros enemigos. Incluso aunque muy a menudo sea a nuestro pesar.

Y nada de esto implica que no se pueda criticar a Israel en general ni a Netanyahu en particular. Ni quiere decir que lo hagan todo bien ni ninguna de estas cosas que da un poquito de vergüenza tener que escribir entre adultos.

Lo único que quiere decir, y no es poco, es que las críticas a Israel son las críticas a un país amigo que vive tiempos especialmente difíciles y que por eso es una crítica un poco más complicad a incómoda de lo que nos gustaría.

Porque es y tiene que ser una crítica por su bien, por su beneficio, y no por el de sus enemigos. Es la crítica de quien pretendería saber mejor que los propios israelíes qué es lo mejor para su supervivencia a medio y largo plazo.

Una crítica, en fin, en la que fácilmente pareceríamos ese Macron enfundado en camiseta de camuflaje para reunirse con Zelenski, porque es una crítica básicamente militar, que está mucho mejor en manos de los estrategas del mal menor que de los presuntos virtuosos.

Ninguna de todas estas críticas bienpensantes del último año se está haciendo en este sentido. Todas las críticas que Israel recibe, incluso de sus presuntos aliados, como el extremadamente coherente y centrista Macron, se hacen en el sentido de dejarlo más indefenso y más solo frente a sus enemigos existenciales.

Porque todas ellas parten de la simple constatación de que Israel nunca fue víctima, sino que siempre ha sido verdugo.

Y eso lo sabe perfectamente Netanyahu, que entiende perfectamente que Israel está solo, o a una mala noche en Ohio de quedarse completamente solo frente a todos y cada uno de sus enemigos, y ante la indiferencia del resto del mundo civilizado.

Para cualquier gobernante israelí es evidente que no puede confiar la seguridad de su país a las peticiones de alto al fuego de Macron y el centrismo europeo, o a la firmeza y el coraje de Joe Biden o de su posible sucesora Kamala Harris. Habría que ver hasta qué punto esta retórica no explica mucho mejor la situación actual que la supuesta ceguera del presunto fanático Netanyahu.

13.9.24

'Normalizar' Cataluña

Estas cosas no son agradables de ver. Cómo se hacen las salchichas y cómo se hacen las leyes, decía el chiste. Y cómo se hacen las nuevas normalidades, tampoco.

No es agradable, pero alguien tiene que hacerlas. Y también en Cataluña la vuelta a la nueva normalidad es una vuelta a lo mismo, pero un poco peor. 

La nueva normalidad es que el 10 de septiembre, en el Fossar de les Moreres, donde antes se lanzaban puyitas las juventudes convergentes y las republicanas, ahora se las lancen los jóvenes de Arran y los radicales de Sílvia Orriols.

Y que así se vaya considerando. Que los radicales vayan siendo ya únicamente los de Orriols y que Arran, incluso para los no alineados con el socialismo imperante, vuelvan a ser anécdota, a pesar de su impresionante currículum de actos vandálicos orgullosamente reivindicados en nombre de la patria y del socialismo.

A los de Orriols no se les conoce más que el tono, el acento y el aspecto de su portavoz, tan marcados, tan severos, tan como de Cataluña de antes. Como si regresase del futuro para advertirnos de los peligros del Estado español y de la inmigración.

La nueva normalización de Cataluña pasa por las multas y las advertencias parlamentarias a Orriols, porque tanto a los socialistas como a los demás partidos del procés les conviene desviar el foco de sus pactos, engaños y negociados varios.

La Generalitat impuso a Orriols una multa de 10.000 € por afirmar que "la identidad catalana está amenazada" (que es algo que sabe todo el mundo, y que no pocos celebran) o que "en una Cataluña islámica habría violaciones en grupo, mutilaciones genitales y matrimonios forzados".

Algo que, por la parte de las violaciones, se supone que ya sucede. Y que por la parte de las mutilaciones y los matrimonios forzados, asumiendo que ya no se da ni durante las vacaciones en el pueblo de los abuelos, supone en todo caso un temor al que sólo cabe responder con el optimismo progresista de la feliz e inevitable secularización (y tinderización, incluso) de los nuevos catalanes.

Lo que se le ha prohibido a Orriols, y con ella a todos los demás, es el pesimismo. 

Porque la nueva normalidad, también ahora, y siempre con Salvador Illa y Pedro Sánchez al mando, impone el optimismo con toda la fuerza sancionadora del poder político. También de esta "saldremos mejores".

La nueva normalidad en Cataluña es que, como en el resto de España, toda la atención política y mediática se centre en el peligro de la extrema derecha para que el Gobierno haga sus cositas en paz mientras deja pudrirse todo lo demás. 

Así se entiende también lo que hace que Illa quiera volver a ese seguramente mítico catalanismo moderado y cordial, para que algunos le acusen de nacionalista mientras deja que la nación catalana desaparezca en la feliz pluralidad cultural del Estado.

Se ve en los dos grandes temas en los que no trabajar de lleno y con todas las fuerzas en su favor es tanto como actuar en su contra.

Se ve en la financiación singular, presunto pacto fiscal, que consistía en darle a ERC una excusa para votar susto en vez de muerte, que ahora negociarían dos socialistas entre ellos, y que cada uno debería interpretar como quiera, pero siempre a favor del gobierno de Sánchez.

Y está muy bien que la oposición diga que es un pacto fiscal como el cupo vasco, y tan mal calculado como el cupo vasco. Y está muy bien que pasen de negar la existencia del déficit fiscal a afirmar que con semejante cupo los españoles morirían de inanición, porque ante semejante panorama, al PSOE le bastarían las buenas intenciones para mantenerse en el poder en Cataluña y en Madrid.

Y se ve también en la inmersión lingüística, que es el gran tema nacional y que si no se cumplía con Junts, ni se cumplía con ERC, mucho menos se va a cumplir con Illa.

Illa dice que está a favor de la inmersión por no decir que está en contra, porque proponer cualquier alternativa es un jaleo innecesario y de dimensiones colosales que pondría en peligro su poder.

Pero hacer cumplir la inmersión es ya imposible en Cataluña, por el simple hecho de que en las aulas catalanas no quedan suficientes charnegos acomplejados y con ganas de integrarse. Especialmente en la parte que importa para el asunto y a la que, sabiéndolo bien, por aquel entonces llamaron Tabarnia.

Para que se cumpliese la inmersión, y ya no la que temen los tabarnios, sino la del 75% en catalán que se supone legal, la Generalitat debería inundar los colegios de inspectores dispuestos a imponer el catalán a golpe de sanción.

Y ni tiene ganas, ni tiene inspectores, ni los encontraría dispuestos a semejante drama. Pero estar de verdad a favor de la inmersión lingüística es esto, y ni Illa ni nadie en Cataluña está por la labor.

El socialismo sabe que para mantener el sistema, y para mantener el poder, necesita de la inmigración mucho más de lo que necesita una nación catalana rica y plena. Y quien no haga este esfuerzo, de una violencia que aquí sólo se atreverían a ejercer contra la pesimista Orriols, está simplemente dejando el futuro del catalán y de Cataluña en manos del progreso, o sea, de la demografía.

Es decir, está dejando que desaparezca poco a poco, pero en silencio, que algo es algo y es lo normal.

5.9.24

El islam no existe; la islamofobia también

El gobierno laborista británico ha prometido que arrancará la islamofobia de raíz. Y cuando le han preguntado qué es la islamofobia, no ha sabido dar una definición. Ha respondido con un "estamos trabajando en ello" para dar con la definición perfecta que proteja todas las sensibilidades de forma comprehensiva y demás jerigonzas con las que los listos de buenas universidades marcan ahora su virtud.

La falta de definición no es, claro está, un impedimento a la hora de perseguir la islamofobia. También nosotros vamos por la vida sin dejar de buscar algo que no sabríamos explicar.

Pero lo que para nosotros, simples mortales, es un problema, para ellos es la solución.

Hannah Arendt decía que quien va a la raíz de los problemas sólo encuentra sus propios prejuicios. Y es bastante claro qué prejuicios encuentran estos días todos los gobernantes que buscan atajar problemas de raíz. Quien busca las raíces de la islamofobia sólo puede encontrarse con la extrema derecha. Porque ese es el nombre que le da a todas las causas enemigas, y esa es la confusión que alimenta toda su política.  

La evasiva respuesta y la confusa concepción que esta gente pueda tener de la islamofobia muestra que la pretensión del legislador no son ni la claridad, ni la distinción, ni la persecución eficaz del crimen.

Aquí se busca la confusión.

Y en eso, lamento comunicar, el centro centrísimo y la extrema derecha se tocan hasta lo obsceno.

El centro centrísimo pretende combatir la islamofobia de raíz. Pero en las raíces solo hay fango y oscuridad, y allí abajo las cosas se ven siempre mucho más confusas de lo que sería deseable en un asunto tan serio.

La imposibilidad de definir la islamofobia, que no es tal, sino falta de voluntad, deriva de la negación a aceptar la simple existencia de su auténtica raíz, que sería el islam.

Lo que pretende el centro es que el islam sea indiferenciable de lo musulmán. Que el islamista sea indiferenciable del simpático pakistaní que nos vende las coca-colas cuando aprieta el calor y es domingo, y que nos mete disimuladamente un chicle en la bolsa por ser buenos clientes, casi como la abuela nos metía un eurillo en el bolsillo por ser buenos nietos.

Lo que pretende es que temer al radical que envuelve a su mujer en un burkini y la pone a freír al sol, o temer al melenas que cuchillo en mano e invocando a su Dios irrumpe en una fiesta, en Alemania o en Israel, sea algo tan malvado y, sobre todo, tan absurdo, como temer al pobre pakistaní que tan bien nos trata.

Hasta el pobre Vinicius sabe que esto es racismo, y que está muy feo, y que algo habrá que hacer. Lo que quiere el laborioso centrista es que no veamos la diferencia entre una cosa y la otra, que es exactamente lo mismo que pretende la extrema derecha a la que con tanta ineficacia pretenden combatir. La extrema derecha quiere que temas al pakistaní como temerías al islamista que irrumpe en esa X que el facha de Elon Musk ha programado para que votemos a Donald Trump. 

No definen el islam y hacen muy bien, porque lo siguiente sería un marrón y no sería bonito. Habría que combatir la islamofobia, pero como de verdad. Y no es allí donde está el combate.

Combatir la islamofobia sería combatir sus manifestaciones, porque no hay otra.

Combatir la islamofobia sería condenar a quienes agreden a islamistas o musulmanes o cualquiera que vayan considerando susceptible de merecer protección contra la islamofobia.

Pero eso no sería atajar el problema de raíz. Eso sería tratar la islamofobia como si fuese un problema de seguridad ciudadana, como si pudiese de algún modo solucionarse o medirse en estadísticas policiales y demás. 

La confusión de la definición es aquí fundamental para poder atajar el problema de raíz, porque deja un enorme margen, no a la libertad, sino a la represión. Deja un margen enorme para la arbitrariedad en la redacción y en la aplicación de las medidas justicieras convenientes al poder.

Y esta es la nueva función del poder que ostentan ahora los auténticos demócratas. La batalla ideológica que se impone desde el poder y que nada tiene que ver con la seguridad o la prosperidad de los ciudadanos, sino con su virtud.

Es lo mismo que vemos cada día con la violencia de género. Nadie espera que aumenten los casos, sino que aumenten las denuncias. Es decir, las excusas para seguir luchando "en todos los frentes" para "arrancar el problema de raíz". Que bajen los casos sólo querrá decir que no lo estamos haciendo bien, que la gente todavía no denuncia lo suficiente y que todavía es necesaria mucha más propaganda, mucha más pedagogía, para concienciar al pobre ciudadano medio (tonto).

Esa, ya me perdonarán, es una necesidad existencial de los regímenes totalitarios. Se necesita de un enemigo siempre presente pero elusivo, que no pueda simplemente ser detenido y condenado, porque con su detención y condena acabaría la necesidad, es decir, la excusa para el control y la represión que justifican su poder y su persistencia en el tiempo.

Mientras haya islamófobos, mientras haya violencia de género, lo justo y necesario será que gobiernen ellos. 

Por eso hay que ir a las raíces, para no llegar nunca. Por eso hay que hacer algo más que detener a los delincuentes, porque necesitan del criminal. Y por eso lo buscan en sitios donde hasta ahora no había delito, sino, como mucho, pecado. Allí donde surge a relucir lo más profundo de nuestra sucia y pérfida conciencia occidental. Es decir, en las redes sociales. Para quien quiere extirpar males de raíz, no hay espacio para la libertad de expresión.

Así que aunque no exista el islam como todos lo conocemos, existe muy claramente la islamofobia que no saben definir. Y existirán, si es menester alargar el tema, las personas islamizadas por los islamófobos como existen las racializadas por los racistas. Pero los islamistas y su credo son fake news. Deep fakes. Propaganda rusa y trumpista. 

En realidad, claro, lo normal sería que el ciudadano occidental y sus gobernantes fuesen capaces, y defensores, de una cierta claridad intelectual y moral. Que los ciudadanos supiesen todavía diferenciar, que es donde suele esconderse la inteligencia. Que fuesen islamófobos por instinto, por prejuicio pacifista, igualitarista y liberal (los tres "grandes valeurs" de la cultura occidental, si quieren hablar en estos términos).

Y que fuesen, también y al mismo tiempo, muy corteses y amables con su pakistaní de confianza, aunque fuese por una mínima reciprocidad y una básica educación.

Eso es, de hecho, lo normal, sobre todo en el sentido estadístico de la palabra. 

Y eso es lo que deberían entender y reconocer los partidos del centro centrista, combatiendo el islam y protegiendo los derechos del pakistaní. Pero el poder prefiere luchar contra la islamofobia y usar al pakistaní de escudo, porque eso es más fácil y da más votos y menos disgustos.

25.7.24

El PSC ganó demasiado, y Junts se lo quiere hacer pagar

Sánchez consiguió domesticar a Esquerra y así la tiene, dividida y enfrentada y sin saber qué es susto y qué es muerte; si gobernar con Illa, opositar con Junts o presentarse a nuevas elecciones sin líder, sin proyecto y con un partido partido. 

Junts habrá tomado nota, aunque tomar nota no es nunca suficiente. Porque también Junts tiene que elegir entre el riesgo de morir aplastado por el abrazo del oso Sánchez o por la esterilidad de una oposición al sistema y por sistema. Las cosas se viven con tanto tremendismo que parecería que esta legislatura, o las posibles elecciones anticipadas en Cataluña, pudieran ser las últimas de los partidos del procés.

Ante este panorama, la feliz coincidencia de la visita de Sánchez a la Generalitat con las votaciones sobre déficit y extranjería en el Congreso permite entender un poco mejor lo que es realmente España como trama de afectos y lo que significa la solidaridad interterritorial. 

Quedarán patriotas en España que crean realmente en esa solidaridad. Y quedarán buenas gentes, supongo yo que progresistas, que crean en la necesidad de ayudar al inmigrante ilegal desembarque donde desembarque y gobierne quien gobierne. 

Pero la política no suele ir de eso, y tanto el pactismo de Junts como el giro retórico hacia la izquierda que ha hecho durante el procés empieza a encontrar sus límites. En Aliança Catalana, quizás en Vox, pero, sobre todo, en una demografia muy contraria a los intereses del nacionalismo catalán a medio y largo plazo. 

Los gobernantes usan la immigración para cumplir el sueño húmedo de Bertolt Brecht y elegirse un pueblo a medida. Así nos dicen los socialdemócratas que necesitamos unos cuantos millones de inmigrantes más para pagar las pensiones y mantener el sistema, así suele decirse que el Madrid liberal de Ayuso elige sudamericanos acaudalados que compren pisos, monten empresas y consuman, y así Cataluña solía preferir immigrantes más predispuestos a aprender catalán. Pero esta apuesta nacionalista tiene un límite.

Y es normal y necesario que Junts vote en contra de lo que sólo sirve para afianzar la lógica de la solidaridad interterritorial y el poder de Sánchez.

Hasta ahora, Sánchez ha sabido ahondar en las contradicciones de Junts para arrastrarlo al pactismo y conseguir que ahora centren su discurso y sus exigencias en las ejecuciones presupuestarias y cosas así. Junts ya no es un partido que esté por el bloqueo de la política española, por mucho que le guste, a veces, fingirlo. Ya no es un partido enrocado en el resistencialismo al que le da lo mismo que gobierne Vox o Podemos. Y no lo ha sido, de hecho, nunca, porque Junts es un partido que nació desde el poder y para el poder.

Junts es un partido desfigurado ideológicamente pero con una clara voluntad de poder. No es un partido de orden al que pueda llamarse en los momentos críticos y no es, claramente, un partido al que pueda convencerse en nombre del interés general de España. Junts es un agente del caos, pero sólo en la medida en que este caos sirva para hacer avanzar sus intereses electorales.

Y este es justo el escenario en el que nos encontramos. El PSOE puede darle muchas más cosas. Incluso dárselas de verdad, digamos. Pero el PSOE no puede, en estos momentos, darle lo único que le interesa. Porque en las últimas elecciones catalanas, el PSC ganó demasiado. Y ahora no hay ningún pacto posible que entregue el poder en Cataluña a Junts que no sea una humillación para Illa e incluso para Sánchez. Ni nada que pueda ofrecer a Esquerra para salvarla de su crisis existencial. 

Junts se va a aprovechar de esta debilidad todo lo que pueda, porque su única esperanza es la repetición electoral.

21.7.24

Lo del Instituto de las Mujeres no es corrupción, es poscorrupción

Hay una ley de la política moderna que afirma que cualquier causa noble tiende por naturaleza a verse reducida a chiringuito para colocar amigotes, comprar favores y conformar voluntades. Y el feminismo gubernamental no es, precisamente, una excepción.

Así, es muy difícil ver que las políticas de género hayan mejorado en nada, en ningún aspecto objetivo y cuantificable, la vida de las mujeres españolas. Pero es indudable que han servido para mejorar, y mucho, la vida de algunas mujeres españolas.

También hay mujeres más iguales que otras y no son pocas las que en nombre de la igualdad se han distinguido de sus semejantes en proyección pública, poder y dinero. Podría decirse que he visto a las mejores mentes de mi generación podridas por las becas de investigación en estudios de género. Y de la anterior y de la siguiente.

Porque en esta corrupción hay algo más, que es la justificación ideológica, más o menos implícita, de lo conveniente que es que haya quien se lo lleve crudo.

Porque no todo el mundo sirve para estas cosas. Hay que ser muy de una manera, muy suyo, muy de los suyos, y haber estudiado cosas muy concretas y de una forma muy particular para hacer bien lo que aquí de verdad importa. Para estar realmente a la altura de las tareas que aquí se financian tan generosamente.

El nepotismo, la patrimonialización de las instituciones, el clientelismo… todo esto es, evidentemente, muy feo, pero es una corrupción muy común porque proviene de vicios muy naturales que comprende bien cualquier hijo de vecino. Es decir, cualquiera que tenga familiares y amigos. Es la corrupción que amenaza a cualquier humano que logre tocar un poco de poder y de presupuesto público.

La gracia y el peligro de este tipo de corrupción es que es perfectamente lógica y necesaria. Porque hay un tipo determinado de tareas que sólo los propios están capacitados para realizar como es debido.

Uno puede jugar a imaginar a muchos candidatos para el Ministerio de Economía, el de Interior, el de Justicia, el de Cultura… para los clásicos, digamos. Pero ¿cuántos candidatos salen para el de Igualdad?

Ministra de Igualdad podía ser Irene Montero y poca gente más. Las hermanas Serra, quizás, pero poca gente más. Y con todos estos talleres y Puntos Violeta pasa lógicamente lo mismo.

¿Quién podría impartir un buen taller de estos? Hay que ir con mucho cuidado al decidir en manos de quién se dejan estas cosas.

¿Quién podría realmente gestionar como la Igualdad manda uno de estos Puntos Violeta? ¿Quién, sino ellos?

¿De verdad creemos que habría alguien mejor? ¿Más capacitado? ¿Mejor preparado?

Porque lo normal sería no saber ni que existen. Y, de saberlo, lo normal sería estar en contra del despilfarro inútil y no querer tener nada que ver con eso. Puestos a gestionarlos, lo normal sería hacerlo fatal.

Así que lo que aquí tenemos no es ningún tipo de apropiación indebida, sino de la salvaguarda del proyecto frente a los impedimentos de los contrarios y de las inercias "garantistas" del sistema. Es un poco lo mismo que con la famosa ley del sí es sí, ahora que, como decía la ministra única, "ya sabemos que no hay leyes injustas", sino únicamente leyes cuya aplicación no está totalmente en sus manos.

No hay nada malo si está bajo su mando. El problema es que estas cosas caigan en manos equivocadas.

De ahí que estas corrupciones no sean como las demás. La corrupción normal rinde, en el fondo, un cierto homenaje a la ley y a la moral, por cuando necesita de ella para presentarse como su excepción. Y así refuerza su carácter legal, moral, normal e incluso ideal.

La corrupción ideológica a la que nos referimos, la poscorrupción, es indiferente a la distinción entre lo legal y lo ilegal del mismo modo en que la posverdad lo es a la distinción entre verdad y mentira. Por eso, no trabaja nunca, ni por accidente, ni por involuntario y ejemplar martirio, a favor del sistema sino siempre, sistemáticamente, en su contra. Corrompiéndolo y vaciándolo de sentido.

Al fin, si sólo ellos podrían hacer gestionar bien estos asuntos, ¿a qué viene el sistema a obligar a concursos abiertos y semejantes ridiculeces? Es el sistema, y no ellos, el que obliga a presentar competidores simulados a unos concursos y a unos trabajos en los que ni hay ni debería haber competidor cualificado ninguno. Y es el sistema el que impide el "yo me lo guiso yo me lo como" de las mujeres empoderadas que nunca jamás deberían verse obligadas a cocinar leyes y canonjías para que las disfruten otros.

Asó que lo del Instituto de la Mujer no son presuntas corruptelas. Es poscorrupción, y es de justicia.

6.6.24

La enamorada es Begoña Gómez, y el juez lo sabe

Yo no sé si existe esa ley no escrita. Esa extraña convención según la cual los jueces no imputan a políticos en periodo electoral para no interferir en el resultado. Tampoco sé, sinceramente, si es bueno que exista o no lo es. Lo que sé es que Begoña Gómez no se dedica a la política, no forma parte del Gobierno y no debería, por lo tanto, beneficiarse de esa extraña prórroga electoralista. Y que el juez es el único que parece recordarlo. El único que no ha caído en la trampa de Sánchez y que ha decretado este olvido interesado para poder convertir el caso en propaganda electoral.

El juez es el único ingenuo que estos días trata a Begoña Gómez como a una ciudadana cualquiera, con todos sus deberes pero también con todos sus derechos. Porque la lógica de Sánchez, la lógica de convertir a su mujer en el tema central de la campaña electoral, atenta no sólo contra la separación de poderes, sino contra el derecho de su mujer a defenderse con todas las de la ley y ante un tribunal de justicia. Sólo ahí podrá explicarse y podrá defenderse.

Sólo ahí sus palabras serán suyas y sólo ahí sus intereses serán los que cuenten. Aquí fuera, en el mundo del cesarismo y de los juicios mediáticos en el que nos tiene instalados Sánchez, las únicas palabras y los únicos intereses que cuentan son los de su marido.

Porque Sánchez sabe que es consustancial a la lógica de su cesarismo, y a la del caso que nos ocupa, que su nombre y su futuro no puedan desligarse de los de su mujer. Y algo todavía peor y mucho más duro de soportar para un hombre enamorado: que el futuro de su mujer no puede desligarse del suyo propio y del de su Gobierno.

De ahí que el Gobierno le exija al juez un poquito de porfavor que estamos en campaña, como si también el juez estuviese obligado a olvidar que Begoña es una ciudadana con todas las de la ley y no un instrumento del Gobierno o un mero peón al que usar y sacrificar en esta particular lucha que han emprendido Sánchez y los suyos contra la extrema derecha; es decir, contra la separación de poderes.

El Gobierno y Sánchez, el presunto enamorado, pretenden que todo el mundo, incluso el juez, traten a Begoña como a una más de la pandilla.

De ahí que Sánchez, el presunto enamorado, haya arrastrado a su mujer a los mítines para ponerla en primera fila ante la máquina del fango que amenaza con destruirla. Y de ahí que su mujer, presunta enamorada también, se lo haya dejado hacer.

Porque este es el sentido y la terrible consecuencia del viejo dicho cesarista de que la mujer no sólo tiene que ser honrada sino parecerlo. La mujer del César ya no cuenta como individuo, con sus vicios y virtudes y con sus responsabilidades e intereses, porque ya no hay individuos, sólo bandos. Todo es político y todo lo político tiene que ser reducido a lucha partidista para la consecución y acomulación del poder. Porque instalarse en esa lógica y, sobre todo, instalar a los demás en esa lógica, es la única manera de nunca tener que dar explicaciones ni asumir responsabilidades.

Sánchez ha arrastrado a su mujer, y con ella a toda la sociedad española, a las que tanto quiere, a un escenario pantanoso del que es imposible salir limpio porque en él es imposible defenderse. En este escenario en el que la justicia y los jueces ya no tienen, ni siquiera presuntamente, más razón que el tuitero de turno, uno siempre será culpable e inocente según a quién le pregunte, y preservar la honorabilidad es ya una tarea imposible.

La lucha contra la separación de poderes es inevitablemente una lucha por sustituir las responsabilidades individuales por las lealtades personales y grupales. De ahí que Sánchez dedique mucho más espacio en sus cartas a hablar de sus emociones que a negar las acusaciones contra su querida esposa.

El otro día, en esa máquina del fango antiguamente llamada Twitter, alguien de cuyo nombre no logro enterarme le recomendaba a Begoña que no se fíase de un hombre enamorado y en contacto con sus emociones. Porque las únicas emociones con las que estos sensibles aliados están en contacto son las suyas.

Este alguien parecía saber de lo que hablaba. Y el juez también.

26.5.24

Desde el río hasta el mar, dos Estados y un genocidio

Tomada la decisión de reconocer el Estado palestino, ahora toca racionalizarla.

No es necesario entrar ahora en el carácter frívolo y electoralista de la decisión. En todas las decisiones políticas, el momento lo es todo. Y en esta decisión pesan tanto, y para mayor vergüenza, las particulares necesidades, cálculos y equilibrios del presidente Sánchez como la situación en Gaza. 

El proceso de racionalización es aquí, como siempre, un proceso de simplificación y limpieza en el que los extremos desempeñan un papel fundamental.

Yolanda Díaz es imprescindible, no sé si para explicar la decisión tomada, como decía Ayuso, pero sí para venderla ante la opinión pública. Porque su delirante antisemitismo desplaza la centralidad que tanto busca el demócrata, hacia situarla justo donde está Sánchez. Es decir, en el mero reconocimiento del Estado palestino, pero sin genocidio ninguno.

Este reconocimiento, lo dice el mismísimo presidente y con razón, es imprescindible para solucionar el conflicto que nos ocupa. "El reconocimiento de Palestina es un paso necesario para discutir e implementar la solución de los dos Estados".

Y aquí todo el mundo cree que los dos Estados son la única solución posible porque nadie tiene ni la más remota idea de cómo solucionar el conflicto. 

Por eso la solución de los dos Estados es la solución central, centrista, moderada, equidistante y razonable. Porque es, sencillamente, la única solución que hay sobre la mesa de nuestras redacciones. Y la solución de dos Estados pasa, evidentemente, por reconocer que hay dos Estados. 

El enorme y paradójico problema actual, que tanto ha ayudado a esclarecer Yolanda Díaz, es que en este momento es imposible reconocer el Estado palestino sin acabar gritando, aunque sea flojito y con la dulce voz y la pedagogía de una profe de parvulitos, que desde el río hasta el mar, Palestina será libre. 

Porque el Estado palestino, a diferencia de, por ejemplo, el kosovar, es un Estado que tiene muy mal reconocer porque, simplemente, no existe como tal. No existe como unidad legal y administrativa y no existe como manchita de colores en un mapamundi.

Y esto obliga a quien asegure reconocer su existencia y soberanía, porque eso es lo que significa el "reconocimiento de Palestina", a crear él mismo, y aunque sólo sea sobre el papel o el discurso, el Estado palestino. A actuar como un vulgar colonialista de los de antes e imponer unas fronteras a los palestinos. 

Cualquier alternativa a esta imposición, cualquier reconocimiento que no comience y se base en definir las fronteras del que debería ser el Estado palestino, no es el paso previo y necesario a la implementación de los dos Estados, sino todo lo contrario. Es la opción genocida con la que sueña Hamás. La de un Estado palestino, libre y libérrimo, desde el río y hasta el mar.

12.5.24

¿Cuándo se es lo suficientemente maduro para votar?

La ministra Sira Rego anda estos días poniendo sobre la mesa, como dicen ahora, el debate sobre el voto a los 16 años. Y es un debate que se presume muy conveniente para la izquierda, porque hace días que vemos a politólogos y periodistas analizando muy serios, y siempre en nombre de la ciencia y la objetividad, la propuesta de Rego y comparándola con "los países de nuestro entorno".

Se empieza a hablar ya de normalizar el voto a los 16, porque aquí las cosas o se normalizan o se armonizan. Y no cabiendo aquí armonización ninguna, porque países de nuestro entorno, democracias consolidadas, que permiten el voto a los 16 todavía hay pocas, se aspira por lo tanto a la normalización. Es decir, a que nos vayamos acostumbrando a pensar en esta posibilidad como en la única opción verdaderamente democrática.

Pero lo fundamental de este derecho es la relación de coherencia que tenga con los otros derechos y con la edad a la que puedan ejercerse libremente. Y es por eso absurdo recordar que la edad de voto es una mera convención. Porque también lo son la edad de fumar, la de jubilación o la del consentimiento sexual. Y todas ellas son absolutamente necesarias, porque se diría que estas cosas no admiten desregularización ni entre los libertarios argentinos.

Y de ahí que lo fundamental sea la armonía. Que todas estas convenciones responden a un criterio más o menos único y más o menos compartido sobre a partir de qué edad exigimos y esperamos alguna cosa de nuestros conciudadanos. Y de nosotros mismos.

La cuestión no es si a los 16 es lo suficientemente maduro para votar. No es que el derecho se reconozca en función de la madurez o la responsabilidad. Es que se reconoce el derecho para poder exigir a partir de entonces responsabilidad y madurez. Uno tiene que tener el derecho de hacer cosas antes de tener la capacidad de hacerlas muy bien. La responsabilidad no es la causa ni es el precio de la libertad, sino el premio.

¿Quién es lo suficientemente maduro para votar? ¿Quién lo es para drogarse con moderación? ¿Y quién para ser padre?

Nadie es nunca lo suficientemente maduro para nada importante. De ahí que la cuestión sea la justa correspondencia entre derechos como el derecho a voto, a beber y fumar, a abortar, a cambiar de sexo, a tener un perro, etcétera.

Hay por ejemplo una relación lógica entre poder votar y poder emanciparse y poder formar una familia. Una relación que aceptan los húngaros, que reconocen el derecho a voto a los menores casados, y que en España, donde el derecho a cambiar de sexo o abortar es anterior al derecho al voto y que pronto podría ser anterior al derecho al cigarrillo, nos parece de chiste.

Pero es una relación que responde a un principio comprensivo y coherente según el cual uno debería tener derecho a decidir sobre la vida de los demás antes de poder hacerlo sobre la propia. Uno no puede decidir quién gobierna a los demás, que es lo que se decide siempre con el voto, antes de ser capaz de gobernarse a sí mismo. Por eso, por mucho que la madurez y la edad sean una convención, sea cuál sea la edad de voto no puede ser nunca inferior a la edad para beber, para conducir y para un largo y problemático etcétera.

Lo que vemos aquí, cuando se separan estas cuestiones que sólo se entienden juntas, es una tendencia de izquierda. Pero no sólo de la izquierda, sino sistémica, a tratar a los jóvenes como adultos, a los que no cabe corregir, censurar y ni siquiera cuestionar en sus decisiones personales más significativas, mientras se trata cada vez más a los adultos como menores necesitados de guía, reeducación, protección y cuidados.

Esto no es una mera incoherencia, sino el fundamento de un nuevo equilibrio, de un nuevo orden. Un orden en el que la edad de voto puede rebajarse mientras la edad de encontrar un trabajo estable, emanciparse, formar una familia o comprarse un piso no para de dilatarse hasta, cada vez más a menudo, no llegar nunca.

La edad de voto y la vida adulta no dejan de alejarse y eso solo puede tener una consecuencia lógica: que el voto sea cada vez infantil, independientemente de leyes y convenciones. Y menos digno, por lo tanto, de ser tratado como algo serio y respetable. Hay que asumir que todo voto es inmaduro e irracional, culpa de TikTok, Putin y demás complots internacionales, y tratarlo como tal.

Esa parece ser la lógica de los tiempos. Y esta escisión es, evidentemente, una amenaza mucho más grave para la democracia liberal que cualquier político de la extrema derecha (y me atrevería a decir incluso que de la extrema izquierda). Esto explica el creciente desprecio por las libertades entre los jóvenes y no tan jóvenes que por todo Occidente van anunciando las encuestas.

Y el surgimiento de una retórica sentimentaloide y tan a menudo libérrima con los jóvenes y paternalista con los adultos, pero siempre con un creciente desprecio a cualquier idea, signo o posibilidad de la responsabilidad individual. Fundamento de un nuevo orden, por lo tanto, cada vez menos libre.

30.4.24

La línea que dibuja Sánchez y que nos separa del fascismo

Si se queda es que no estamos tan mal. La excusa era tan burda, tan ridícula, que todos temíamos que escondiese algo mucho peor.

Algunos especulaban con que Pedro Sánchez no fuese en realidad un cínico y no estuviese simplemente riéndose de nosotros, sino que algo grave le estuviese pasando. Que fuese, por ejemplo y de verdad, un hombre profundamente enamorado, incapaz como un pobre adolescente de afrontar los retos de la presidencia con la serenidad debida.

Otros, un poco más románticos, llegaron a temer la mano negra del mismísimo Benjamin Netanyahu y los menos veíamos el anuncio de la crisis final, del abandono de la caridad europea y de cualquier posibilidad de alcanzar, a nuestra ya indeterminada edad, una cierta estabilidad económica y tranquilidad vital.

Que se quede es un alivio porque quiere decir que no estamos tan mal. Que todavía podemos estar mucho peor.

Sánchez sigue siendo el que era y todo sigue igual, pero un poquito peor. Esta pantomima no ha sido nada más, pero tampoco nada menos, que un punto y aparte en nuestra ya larga decadencia hacia el autoritarismo y la pobreza.

Sánchez afirma que se queda por aclamación popular. Una aclamación popular que incluso antes de que la ratificase Tezanos ya sabíamos que era falsa. Porque siempre lo es. Y que sirve para lo mismo que todo lo demás. Para profundizar en esta deriva autoritaria de quien quiere reducir la democracia a un plebiscito diario sobre su persona y para amedrentar a los jueces, la prensa y la oposición.

Una aclamación popular que en la realidad alternativa a los hechos alternativos consistió en convocar a cuatro militantes delante de Ferraz para salvar la democracia a ritmo de Rigoberta Bandini. Las imágenes de María Jesús Montero y Patxi López, bailando y gritando emocionados, quedan ya para la memoria histórica.

Es cierto, que vistas desde fuera, estas exhibiciones de histeria colectiva son siempre ridículas. Pero el fin justifica cualquier ridículo. Y que sea tan ridículo no lo hace menos peligroso, sino más.

Porque de lo que están haciendo, de lo que les ha hecho Sánchez a los suyos y de lo que estas pobres gentes se han dejado hacer, uno no vuelve como si nada.

Y si la historia y los antiguos tuiteros de Podemos nos enseñado algo es que alguien capaz de hacerse eso a sí mismo, alguien capaz de renunciar al más mínimo pudor y apariencia de dignidad, alguien capaz de convertirse en una parodia de sí mismo, es también capaz de hacerle cualquier cosa a los demás.

Nos lo había enseñado Nietzsche. De la moral de esclavo surge siempre el resentimiento y todas sus terribles consecuencias.

Es una amenaza que estos días se ha hecho presente desde múltiples focos del más patético sectarismo.

Desde el mundo de la cultura, sobre el que no hay sorpresa ni nada que añadir. Todo lo que había que decir ya lo dijo Juan Carlos Ortega en un capítulo de su pódcast para la historia titulado Los premios Velázquez del cine. Y lo único que nos queda es constatar, una vez más, que la realidad siempre supera a la ficción.

Son esos periodistas e intelectuales afines, tan finos analistas del populismo, de la deriva autoritaria y de los peligros de la democracia plebiscitaria cuando el procés y que ahora no ven la viga en el ojo propio porque esta vez sí que va en serio y esta vez sí que se hace desde el poder y con posibilidades de triunfar.

Que estas comparaciones que no hacen ellos le sirvan al menos de recordatorio a la derecha para evitar refugiarse en ese triste y fracasado mantra consolador del independentismo cuando decía y repetía que "Europa no lo permitirá".

Lo que le ha hecho Sánchez a su queridísimo partido, a sus militantes y a las pobres gentes que cargan con el féretro del PSOE, queda ya para la historia del caudillismo español. Lo mató porque era suyo, en una práctica que antes escandalizaba a feministas, pero que ahora ya ni eso.

Lo que se hayan dejado hacer el feminismo y las feministas, usadas aquí como la más lamentable excusa para sus jugadas maestras, es cosa suya. Y lo que hace con Begoña Gómez, aún más. Supongo que a ratos quererse es usarse. Pero lo que nos hace a nosotros en nombre del feminismo y de Begoña sí que merece comentario.

Porque de ahí sale la conclusión sensata y moderada que todo buen demócrata debe aceptar y que se supone que tiene que marcar ahora la línea de lo aceptable y lo fascista e indecente. Es decir, la excusa con la que pretenden hacernos tragar con todo lo demás y lo que venga.

Es trampa y es mentira que Begoña esté fuera de todo debate público. Que la familia no se toque, como si este nuevo pacto democrático fuese en realidad un pacto entre clanes mafiosos. No es sólo que sea hipócrita por todo lo que han dicho y seguirán diciendo de la familia de Feijóo, Ayuso y cuantos sea necesario desacreditar.

Es que una cosa sería que Begoña robase cremas en el súper o tuviese un problema de adicción al gelocatil. Exigir esa ejemplaridad a la mujer del césar no es cosa nuestra, sino del césar. Es cesarismo, no democracia.

Pero cuando la mujer del césar trafica con influencias no lo hace nunca por cuenta propia. No es, ni puede ser, un vicio privado que haya que respetar en nombre de la higiene democrática y el respeto a la vida personal de los políticos y demás blablás.

¿Con qué influencias podría traficar su mujer si no con las del césar?

Las únicas influencias que se le conocen, y con las que podría traficar, son precisamente las que derivan de su condición de esposa de un presidente enamorado. Sólo con la influencia de Pedro Sánchez y de los suyos podría traficar Begoña.

Y esas hay que fiscalizarlas. Y mucho.

Sánchez se queda y dibuja sobre el fango la línea que no hemos de cruzar. Esa línea que separa a su esposa (y a él y a todos los suyos) de todo tipo de escrutinio público es una amenaza que hay que tomarse muy en serio.

Es una amenaza contra los jueces, que quedan ya señalados y desprestigiados hagan lo que hagan, por serviles o por fascistas, y es una amenaza contra los medios, especialmente los afines. Y es una amenaza, en definitiva, contra la democracia.

Ya veremos qué agenda legislativa pondrán a la altura de tan alta causa. Pero de momento debería bastarnos para tirarnos de los pelos escuchar a Yolanda Díaz, la antifascista, decir que nuestra vida ya es muy complicada y que ella trabaja incansablemente porque no tengamos, encima, que preocuparnos de la política.

18.4.24

Bloqueadores de la razón moderna

Reino Unido ha tomado la sensata decisión de vetar los bloqueadores de la pubertad y de dejar, por tanto, de prescribirlos como "tratamiento de rutina" para preadolescentes que quieren cambiar de sexo.

Es un motivo de celebración comprensible entre todos aquellos que llevan años alarmados y alarmándonos por los terribles efectos que estos tratamientos y su frívola administración tendrían en miles de niños, destinados a una vida de arrepentimiento y disfuncionalidades de esas que ahora llaman sexoafectivas.

Pero celebrarlo como el triunfo de la ciencia es, como mínimo, un overstatement. El informe de la doctora Hilary Cass para el NHS no es ningún novedoso descubrimiento científico, sino simplemente un reconocimiento del desconocimiento sobre el tema y los efectos a largo plazo de los bloqueadores y una llamada a la prudencia.

Y somos tan ignorantes sobre la cuestión y tan necesitados de prudencia hoy como cuando se aprobaron estos tratamientos.

Todo lo que parece haber descubierto la ciencia en este tiempo es que, oh sorpresa, los bloqueadores de la pubertad funcionan y que, aquí el escándalo, se estaban usando sin un conocimiento suficiente y adecuado sobre sus efectos a largo plazo.

Pero que funcionen demasiado mal o demasiado bien, como sucede, porque se administran demasiado a menudo, es algo que la ciencia, la pobre, no puede juzgar solita. Es algo que tendría que juzgar la moral pública, y que, en tiempos como los que corren, parece que sólo pueden juzgar las modas ideológicas pasajeras.

Modas como las que llevaron a la prescripción entusiasmada de los bloqueadores "en defensa de los derechos LGTBI". Y modas que llevan ahora, con la misma evidencia científica, pero con algo menos de entusiasmo y un poco más cansados de tanta absurda y agresiva propaganda ideológica, a prohibirlos.

La prudencia vuelve ahora para vengarse de todos aquellos que pretendieron sustituirla por la ciencia. Y para recordarnos que el hombre moderno no cree en realidad en la ciencia porque en la ciencia propiamente no puede creerse.

No sólo porque la ciencia sea una investigación racional y todos esos blablablás, sino porque, como evidencian casos como este, el problema de la ciencia como sustituta de la fe y de la prudencia es que no puede realmente orientarnos respecto a las cuestiones fundamentales sobre la buena vida.

La ciencia puede decir, lógicamente, que si quieres tener una vida sexual más o menos funcional deberías evitar los bloqueadores de pubertad, del mismo modo que la ciencia puede decirte que si quieres tener un hígado sano debes abstenerte de desayunar con vodka o que si no quieres estar gordo como un ceporro no deberías sobrevivir con una dieta de donetes y pizzas congeladas.

Eso son cosas que la ciencia puede decir con seguridad suficiente y aunque joda.

Pero la ciencia no puede decir nunca por qué deberíamos querer tener una vida sexual medianamente funcional o por qué deberíamos querer estar buenorros o incluso vivos. No fue la ciencia quien recomendó el uso rutinario de los bloqueadores de la pubertad. Fueron unos científicos y unos políticos encegados por sus buenas intenciones y su mala ideología.

Y no es tampoco la ciencia quien rectifica ahora sus errores. Porque la ciencia es una buena sirvienta, pero una mala maestra.

De ahí la terrible sensación de que, en los asuntos fundamentales, tanto el legislador como su pobre súbdito van dando tumbos, prostituyendo a la ciencia en nombre de la última urgencia mediática o de la última ocurrencia ideológica.

Y de ahí también que incluso un ateo militante como Dawkins se declare "cristiano cultural" para combatir el relativismo cultural y participando de esa ilusa esperanza moderna de que los valores cristianos puedan sobrevivir sin la fe que los alimenta y los dota de sentido. 

Así, ni se cree en la ciencia, ni se cree en serio en la necesidad de la prudencia, ni se cree, ni en broma, en la libertad de las niñas de doce años que quieren ser niños.

No les dejaríamos fumarse un puro ni tomarse una Coca-Cola antes de ir a la cama, pero les dejamos arruinarse la vida porque para las cosas importantes no se nos ocurre qué principio sólido podríamos invocar.

El único valor que se pretende común, el único que justifica la imposición y el sacrificio, es la salud, reducida ya a la mínima expresión de evitarse el sufrimiento. Pero este valor es para el moderno como la cerveza para Homer Simpson: el origen y la solución de todos los problemas.

Es lo que explica que todavía haya padres capaces de obligar a sus hijos a comer verdura, estudiar matemáticas o a hacer algo de deporte. Pero es también lo que explica que haya padres y médicos y psicólogos autorizando y administrando bloqueadores de la pubertad para proteger la salud mental de un pobre adolescente asqueado con su cuerpo. 

El problema de no saber en qué se cree, de no poder creer firmemente en nada, es que uno es capaz de creer en cualquier cosa, pero sólo cuando toca.


6.4.24

El respeto empieza por uno mismo, ministro Puente

A Óscar Puente no le gusta que le llamen feo, pero lo cierto es que entre todos los insultos seleccionados hay muy pocos que se refieran a su físico. Es normal, porque diría que tiene defectos mucho peores y mucho más evidentes. Y el mayor de todos es que por muchos insultos y descalificaciones que reciba, por mucho que se le falte al respeto, nunca nadie se lo faltará tanto como se lo ha faltado él mismo. 

Él fue quien aceptó dar el salto a la política nacional por la puerta del servicio y gracias a sus defectos mucho más que a sus virtudes, cuando su vulgaridad general y su escasa relevancia política hasta aquél momento tenían que servir para humillar al entonces candidato a la Presidencia del Gobierno Alberto Nuñez Feijóo. Fue una de esas jugadas maestras de Sánchez que tanto gustan a los spin-doctors progresistas, en la que se negaba a darle la réplica al aspirante Feijóo para quitarle importancia al ganador de las elecciones y a los pactos que se estaban construyendo en su contra. 

Puente fue el hombre que eligió Sánchez para demostrarnos cuán bajo había que caer para ponerse a la altura de Feijóo. Y nadie duda que cumplió a la perfección con su cometido.

Si Óscar Puente es insultado es, pues, porque ser insultado es su trabajo. Y lo sabe. Prueba de ello es que no siendo el primer político que recibe insultos y no siendo el primero que pone a sus asesores a listar insultos, medios y periodistas, Óscar Puente es muy probablemente el primer ministro que presume de ello en público confundiendo el respecto hacia su persona con el respeto a la democracia. A estas alturas ya es casi imposible saber si esta terrible y totalitaria confusión es sincera o impostada, pero lo que sigue siendo impresionante es la desfachatez con la que se enorgullece en público de lo que tantísimos otros no habrían confesado ni en privado.  

Puente sabe que se ganó el puesto con una humillación pública y que si lo mantiene es precisamente por su capacidad de humillarse públicamente, de convertirse por una semana y las que hagan falta en la enésima cortina de humo con la que este gobierno juega a ver quién se ahoga primero. No es el primero que se encuentra en esta situación, y lo normal sería que acabase como tantos de sus semejantes, volviéndose contra el líder que se lo vendió todo al módico precio de renunciar al más mínimo sentido del ridículo. Como han acabado, por ejemplo, tantos dizque periodistas, con el antaño adorado Pablo Iglesias o con el hasta hace nada temido Cebrián, ahora que el rey ha caído y es otro quién les paga el sueldo y les hace sentir algo menos solos y algo más importantes. La moral de esclavo lleva indefectiblemente al resentimiento, así que lo normal sería que Puente acabase un poco como Ábalos pero en serio, recuperando el orgullo y la dignidad aunque sea demasiado tarde, cuando lo abandonen a él o cuando caiga el sanchismo y empiece a ser aceptable e incluso necesaria la autocrítica. Pero no creo que haya para tanto.

El problema que tiene Puente es que el respeto es un poco como la clemencia, que cuando se pide ya es demasiado tarde. Si tanto le preocupa la salud de la democracia, lo que podría y debería hacer, y lo antes posible, además, es empezar a respetarse un poquito más a sí mismo.

30.3.24

Puigdemont tiene un problema

La pregunta fundamental no es quién gobernará Cataluña, sino qué hará Puigdemont. Si volverá o no, y para qué. 

Puigdemont ha dicho que volverá si gana. Pero nadie ve a Puigdemont volviendo para hacer el triste papel de Trias o Feijóo. Puigdemont no volverá para verse ganador en la oposición. Ni volverá para retirarse pacíficamente en Amer y dedicarse a la literatura, como Torra, ni volverá para curtirse en la oposición, como Feijóo, o como el joven aspirante a una larga carrera política que nunca ha sido.

Puigdemont entró en la política catalana con una única misión y con una única promesa, la de culminar el proceso de independencia. Y sólo esta promesa justifica, ante los suyos, su mera existencia política. Pero esta promesa es ahora mismo increíble a corto plazo e independiente de él en el largo.

A todo lo que puede aspirar Puigdemont es a dilatar su propia desaparición. 

Porque si Puigdemont no viene a hacer oposición, tampoco parece que venga a formar gobierno. Las posibilidades de una victoria tal que obligase a PSC y ERC a entregarle el poder son remotas. Y pasan, en realidad, porque su vuelta y todo su previsto efecto movilizador se produzcan antes y no después de las elecciones. 

Puigdemont no vendría, por lo tanto, ni para gobernar ni para opositar, sino para garantizar el bloqueo. Un bloqueo que, además, es doble. Por un lado, el de su propio espacio político. Por el otro, el de la política catalana en general.

Por un lado, el poder movilizador de Puigdemont y de su victimismo ya sólo sirve entre los (muy) suyos o muy indepes, que cada elección están más tentados a pasarse a la abstención. Entre ellos, el liderazgo de Puigdemont, incuestionable en un partido que no es tal, es cada vez menos convincente.

Y ahora tienen dos nuevas opciones electorales (Aliança Catalana y Alhora) netamente independentistas, pero con algo más de consistencia ideológica que Junts y con aspiraciones, y alguna opción, de entrar en el Parlament.

Por otro lado, Puigdemont aspira al bloqueo de la política catalana en general. Se trata de hacer en Cataluña lo que en gran parte ya han hecho los suyos en Madrid: dificultar en la medida de lo posible y hasta el punto del bloqueo la natural y pacífica entente entre ERC y el PSOE.

Y de imponer, de nuevo, la convicción de que en Cataluña gobernar es imposible y que estamos condenados a elegir entre la ficción de la ruptura y la ficción de la reconciliación. 

Puigdemont volvería porque ya no puede permitirse seguir viendo desde Bruselas cómo ERC y el PSOE se reparten el poder en Cataluña y cómo su plataforma se va convirtiendo en un grupúsculo de irreductibles en la oposición.

Pero el problema de Puigdemont no es decidir si volverá, sino disimular que ya ha vuelto. Ha vuelto porque al poner su nombre en la papeleta de Junts en unas elecciones autonómicas está renunciando a su autoproclamada condición de único presidente legítimo.

Hasta ahora, esta condición y la posibilidad de su retorno era la amenaza que pendía sobre la legitimidad del sistema político catalán y todos los equilibrios y negociados que se iban construyendo a sus espaldas. Todos ellos eran traición o eran provisionales, a la espera del restablecimiento del orden legítimo.

Ahora, su vuelta, incluso su mero anuncio, sólo puede servir para certificar que el pacto con el Estado es la única vía posible a la independencia y para legitimar así el cierre del procés y su propia desaparición.

14.3.24

¿Queda realmente alguien en contra del aborto?

Francia ha blindado el derecho al aborto en su Constitución. Y lo ha hecho con una mayoría algo más que reforzada de los votos. Más de 4/5 del Parlamento, en una de esas mayorías que si se diesen en países del Este harían sospechar de la limpieza y el sentido del proceso, pero que aquí sólo dan para lo segundo.

Porque algo hay de paradójico en la necesidad de blindar un derecho al que parece que nadie se opone en realidad. Algo de propagandístico, claro, de triunfo político en el sentido más partidista e innoble de la palabra. 

Se dice que el peligro viene de la extrema derecha, porque ese es el único nombre con el que el progresismo se atreve a manifestar su miedo al futuro. Pero ni siquiera la extrema derecha presenta un frente claro y unido en contra del aborto.

La derecha supuestamente extrema, de hecho, se ha comportado aquí como solía hacerlo hace nada la derechita cobarde: con dudas, divisiones y equilibrios tanto morales como políticos.  

¿Quién queda por lo tanto en contra del aborto? ¿Cuál es esa futura mayoría contra la que hay que blindar este derecho? ¿Quiénes son esos bárbaros, innombrados e innombrables, que esperan a las puertas para asaltar y destruir todos los triunfos del progreso y la libertad?

El único miedo que justificaría el blindaje, y que por supuesto no se atreverían a confesar, es el mismo miedo que ha llevado a borrar la cruz de Les Invalides del cartel oficial de los JJOO de París 24. 

Es el miedo del hipócrita, que lleva a tratar de blindar por la noche lo que descuida durante el día. Y que revela la fe de tanto ateo, convencido de que la ley podrá salvar los principios que él ni siquiera se atreve a pronunciar.

¿Bastará la ley para salvar el aborto? ¿Puede la Constitución blindar realmente algo o sólo sirve para alargar la ficción del progreso, la unidad y el consenso?

¿Cómo se blinda, en realidad, un derecho como este? Y no digamos ya en ciertas banlieues. 

Porque pasa como en aquellos bosques donde cae un árbol sin que nadie lo escuche. ¿Podemos decir que existe realmente el derecho al aborto ahí donde nadie puede querer ejercerlo? ¿Cómo van a mostrarnos estas mujeres que son realmente y constitucionalmente libres, si se niegan a ejercer sus derechos?

¿Qué implica entonces defender el aborto y blindarlo constitucionalmente? Es imposible no hacerlo sin propaganda. Sin defenderlo, por lo tanto, como algo más que un derecho de las mujeres a la libre disposición de su cuerpo.

Hay que defenderlo como algo bueno. Y celebrar con el jolgorio de estos días, por lo tanto, el blindaje de lo que, presuntamente, era un mal menor.

Y es que hay algo en la naturaleza de este derecho, porque no se plantea casi nunca como un derecho absoluto y porque la discusión no suele ser, en Francia como en España, entre partidarios y detractores del aborto, sino entre distintos tipos y grados de abortistas. Es un tipo de debate que casa muy mal con blindajes constitucionales y mayorías reforzadas que sólo incentivan posiciones dogmáticas y radicales. 

Es algo que se ve bien en los referendos ajenos y las mayorías orientales, donde el blindaje de la absoluta mayoría no sirve para salvaguardar libertades básicas, sino opresiones. Y no sólo legales.

¿Quizás se trate aquí también de lo mismo? Macron ya propuso blindar el aborto en la Constitución europea antes de recordar que él sólo es presidente de la República. Y lo hizo, claramente, para señalar al gobierno conservador polaco y reforzar sus credenciales como líder progresista. No ha podido sorprender a nadie la gran acogida que su ejemplo ha tenido entre las gentes de Sumar. 

Más que para blindar el derecho de las francesas al aborto, ¿no se trata aquí de blindar el consenso abortista excluyendo la cuestión de lo que se considera centrista y legítimo en el debate público?

No es Macron el único que fingiendo proteger la libertad alimenta el bichito de la polarización por puro y mero interés partidista. Personal, incluso. Bien podría ser este el gran logro histórico del centro liberal que tan bien parece encarnar: ampliar los límites del centro restringiendo los límites de la libertad.

2.3.24

Ábalos ha acabado siendo un sanchista ejemplar

Qué gran líder hubiese sido José Luis Ábalos si todos esos nobles principios democráticos que ahora explica en defensa propia y desde fuera los hubiese defendido desde dentro y para los demás. 

Qué gran intelectual, qué gran filósofo incluso, si todas esas reflexiones que hacia donde Alsina sobre la ambigüedad de la moral y la necesidad de la ley se atreviese a desarrollarlas por escrito en un ensayo que sería historia del socialismo español. 

Ábalos tiene toda la razón del mundo cuando critica que se le eche por responsabilidad política. Porque la responsabilidad política, a diferencia de la responsabilidad penal, es siempre indefinida e interesada.

Nadie sabe ni debe saber en qué consiste. En qué se concreta esa responsabilidad política. Porque nadie sabe ni debe saber cuál sería su límite. Hasta dónde alcanzaría y hasta quién alcanzaría si se convirtiese en un principio articulado y rector de la política socialista.

¿A qué distancia habría que estar del apestado para que no se nos pegue su olor a corruptela? Si dicen que todos estamos a sólo seis grados de separación de Kim Jong-un, ¿a cuántos grados de Koldo está el líder supremo Pedro Sánchez? 

Lo que no alcanza a disimular la apelación a la "responsabilidad política" es que sólo se le exige al presunto inocente que no ha sabido ser irresponsable.

Eso es lo que le pedían a Ábalos. Que no respondiese. Que no se responsabilizase. Que aguantase como un hombre. Como suele hacer Patxi López, por ejemplo, riéndose de los periodistas que hacen preguntas incómodas y largándose en silencio y con la cabeza bien alta.

Y que dimitiese llegado el momento, por el bien del partido y por el suyo propio, como le aconsejaban con tanta desfachatez estos días sus antiguos compañeros.

Pero ni una cosa, ni la otra. Ni ha podido evitar el interrogatorio, ni le ha dado la gana morir como mártir. Por mucho que esa fuese no sólo la esperanza del Gobierno, sino la expectativa de todos aquellos que no veíamos en Ábalos más que un hombre de partido, con todo lo que eso implica.

Lo que implica de peón, como bien se lamentaba Ábalos, que debe su vida al partido y que acabará pagándola. Y lo que implica también respecto a cuestiones fundamentales como la ejemplaridad o la presunción de inocencia.

Porque a los hombres de partido se les presupone una cierta culpabilidad, no siempre penal. Tesoreros, secretarios de organización, tuiteros enfurecidos a sueldo del erario... Son gentes que sólo están allí para que los demás parezcan buenos. Para que, llegado el momento, puedan cargar ellos con culpas que nunca les correspondieron en exclusiva.

Alguien debe ensuciarse las manos para que otros puedan dedicarse a las tareas más nobles del gobierno.

Así que ellos están allí, se supone, para sacrificarse por el partido cuando este lo necesite. 

Pero ¿por qué partido podría sacrificarse Ábalos? El gran logro del sanchismo y, en gran parte, supongo, de su secretario de (des)organización Ábalos, es el de haberse cargado al Partido Socialista.

Y no porque lo digan sus críticos, sino porque ese fue su diagnóstico después de las últimas elecciones gallegas, cuando se declararon convencidos de que el partido no gana ni pierde elecciones, sino que lo hacen los líderes.

Así que menos partido, menos barones, menos PSOE en definitiva para poder actuar con mayor libertad y a mejor conveniencia. Para que nadie limite el nombre de una estructura, unas siglas, una historia o unos principios a aquello que puede hacerse para lograr el poder y asentarse en él.

Como muy bien ha hecho Ábalos, líder inesperado de un partido inexistente.

15.2.24

Los hijos (presuntamente trans) de los otros

El Gobierno catalán ha prometido a sus niños que a partir de los doce años podrán cambiarse de sexo sin que nadie se chive a los papis. Lo ha hecho, cabe suponer, sabiendo que los niños no votan y que ningún padre en su sano juicio le daría a la Generalitat semejante poder sobre sus hijos. Y esta es la cuestión principal.

Que nunca son sus hijos. Que estas barbaridades sólo se proponen, aceptan y ejecutan para los hijos de los demás.

Para muchos, porque simplemente no tienen hijos propios. Para otros, porque los tienen ya creciditos e instalados muy probablemente en una cisheteronormatividad más o menos clara y confortable.

Para los menos, porque los hijos son todavía demasiado pequeñitos para imaginar que puedan llegar a descubrir algún día y más pronto que tarde lo tontos que somos y lo poco que los entendemos y buscar refugio, llegado el momento de las dudas más graves, en el primero que se lo prometa.

Y plenamente conscientes, todos ellos, de que estas leyes sólo se hacen para molestar al padre facha, y convencidos (por una fe excesiva y muy poco liberal en el Estado, la educación, la ciencia y en sí mismos, en sus hijos y en su familia) de que una ley pensada contra los fachas no podría nunca usarse en contra de los suyos.

Es una lógica que crece al mismo ritmo que el estado pedagógico, ese que está más empeñado en (re)educar a sus ciudadanos que en solucionar sus problemas.

Es la lógica que se esconde tras el tonito de profa de guarde de Yolanda Díaz, que sólo toleran quienes creen que es para que la entiendan bien los otros, más justitos, o tras el manido recurso a subir los impuestos de los ricos, que sólo se celebran en la convicción de que nunca los pagaremos nosotros.

Es la misma lógica tras las campañas de educación sexual como en la última Marató de TV3, que enseñan y conciencian a los demás sobre cochinadas y riesgos que nosotros, evidentemente, ya conocíamos.

O tras las campañas contra la violencia de género, que deberían servir para avergonzar a machirulos que tampoco somos nunca nosotros, y que sólo sirven, en realidad, para hacernos sentir mejores que la media y del lado de los civilizados. De los pedagogos. Es decir, del lado del Gobierno.

Así se garantiza el Gobierno el silencio aquiescente de los biempensantes, que es lo que más se busca. Cualquier duda o discrepancia nos pondría en una situación tal que mejor ni pensarlo, y el silencio con el que nos dejamos sermonear siempre permite, llegado el momento, distanciarse, con toda la pompa que sea necesaria, de lo que nunca tuvimos necesidad de apoyar explícitamente. 

La absurda convicción de que estas delirantes propuestas sólo podrían destrozar la vida y la familia de los otros, de los malos, de los fachas y ni siquiera de sus hijos, en los que no pensamos más que como víctimas a salvar, es lo que garantiza la aceptación silenciosa de la total ausencia de crítica. O de fiscalización, como dicen ahora los peseteros. 

Esos padres fachas son el chivo expiatorio alrededor del cual se construyen los consensos biempensantes de nuestra era. Que sean tres o que sean cuatro o que no sea ninguno da absolutamente lo mismo. Basta que ellos y sus pobres hijos trans reprimidos existan como mera posibilidad para ver reforzada la confianza que tenemos en nuestra propia paternidad, en nuestros hijos y su normalidad estadística, y en nuestras instituciones y sus siempre buenísimas intenciones. 

Esta (pen)última barbaridad tiene, además, una enorme ventaja sobre otras tantas de estas propuestas socialdemócratas que acaban perjudicando a quienes prometen proteger. Diga lo que diga el New York Times, niños que a los doce años se declaren trans hay, estadísticamente, muy pocos. Y que se arrepientan más tarde, todavía menos.

Así que aquí no hay riesgo de que estas vidas arruinadas se vuelvan en contra del Gobierno. Cuando pase la moda, ya nadie se acordará de ellos ni de sus verdugos. Ellos y su sufrimiento son, por lo tanto, negligible.

Y los tránsfobos seguiremos siendo los otros.

19.1.24

Los aprietos morales del Barça en Arabia Saudí

El Barça recomendó a sus simpatizantes desplazados a Arabia "respeto y prudencia en los comportamientos en público y demostraciones de afecto".

"El comportamiento indecente", sigue, "incluyendo cualquier acto de carácter sexual, podría tener consecuencias legales para los extranjeros. También pueden ser motivo de sanción las relaciones entre personas del mismo sexo y las muestras de apoyo colectivo al colectivo LGTBI, incluso en redes sociales". 

Consejos que provocaron un gran disgusto e indignación entre quienes no viajaron y que, no necesitando por lo tanto de prudencia ninguna, podían seguir fingiendo que el problema era el aviso y no su necesidad.

Entre ellos destaca, como suele, la consejera catalana del asunto, que advirtió en su cuenta de X que "estas recomendaciones son un escándalo y van en contra de los valores del club y de la sociedad catalana".

Valores que, por motivos que habríamos de recordar más tarde, parecen basarse en el silencio y el disimulo y el vaciaje sistemático de cualquier significado de la palabra valores (del club, del cruyffismo, e incluso en su sentido meramente mercantil).

Coincidía así la consejera y el movimiento feminista (que son quienes ahora administran en exclusiva cualquier asunto relacionado con las relaciones "sexoafectivas") con tantos otros aficionados, supongo que machirulos, que tranquilamente aposentados en el sofá no necesitan que les amarguen el partido recordándoles lo caros que se les están poniendo al Barça post-Bartomeu los principios y hasta los finales, como le está pasando con Xavi.

Al Barça y, de hecho, porque aquí el Barça sí parece liderar algo gordo, al futbol europeo y también un poco a Europa en general. 

Porque ahora, y lo advirtió Morgan Freeman en Catar, ser tolerantes y exportar el feminismo no quiere decir, como cabía antes pensar, en conseguir que las mujeres saudís se saquen el burka, sino en ponérselo nosotros a nuestras mujeres y hasta a nuestras copas.

La auténtica corrupción no es la de los valores más nobles sino la de lo más hipócrita y naíf. Como cierto feminismo o como cierto pedagogismo democrático y liberal antes neocón y ahora, como todo lo demás, perfectamente progresista.

Ir por ir es tontería e ir para lo que fueron es ridículo, pero si hay que ir a Arabia se va y si se va hay que avisar. Porque no pudiendo o no queriendo pedirle al club que no viaje y que se ahorre el bochorno, lo que le están pidiendo es que al menos disimule. Que maquille, también aquí, y como pueda, el triste resultado.

Porque todos sabemos que la situación no mejora por muy lejos que lleguemos en la Copa del Rey pastando por los más diversos y castizos campos de España o por muchos títulos que gane la sección femenina. Que los éxitos de Alexia y Aitana no dan para fichar a los messis del futuro. Pero Arabia quizás sí. 

Y vemos así como en este escenario, en esta farsa, el feminismo se debate entre negar la realidad o falsearla. Como cuando se debaten entre animar a las mujeres a vestir como quieran y salir solar y borrachas porque la culpa no era suya o apuntarlas a clases de defensa personal porque todos los hombres, empezando por sus padres y hermanos, son violadores en potencia.

Arabia lo pone en un aprieto, porque el criterio que en general cierra el debate es clarísimo y es racial. La realidad se niega cuando es oscura y se exagera cuando el malo es blanquito. Y es por eso por lo que Arabia nos deja a todos en un incómodo fuera de juego. Arabia invita al silencio.

Y a soñar, quizás, con una Superliga que solucionando nuestros problemas económicos pudiera solucionar nuestros problemas de principios. Con la Superliga, al menos, las finales podríamos perderlas en Saint Denis.