Reino Unido ha tomado la sensata decisión de vetar los bloqueadores de la pubertad y de dejar, por tanto, de prescribirlos como "tratamiento de rutina" para preadolescentes que quieren cambiar de sexo.
Es un motivo de celebración comprensible entre todos aquellos que llevan años alarmados y alarmándonos por los terribles efectos que estos tratamientos y su frívola administración tendrían en miles de niños, destinados a una vida de arrepentimiento y disfuncionalidades de esas que ahora llaman sexoafectivas.
Pero celebrarlo como el triunfo de la ciencia es, como mínimo, un overstatement. El informe de la doctora Hilary Cass para el NHS no es ningún novedoso descubrimiento científico, sino simplemente un reconocimiento del desconocimiento sobre el tema y los efectos a largo plazo de los bloqueadores y una llamada a la prudencia.
Y somos tan ignorantes sobre la cuestión y tan necesitados de prudencia hoy como cuando se aprobaron estos tratamientos.
Todo lo que parece haber descubierto la ciencia en este tiempo es que, oh sorpresa, los bloqueadores de la pubertad funcionan y que, aquí el escándalo, se estaban usando sin un conocimiento suficiente y adecuado sobre sus efectos a largo plazo.
Pero que funcionen demasiado mal o demasiado bien, como sucede, porque se administran demasiado a menudo, es algo que la ciencia, la pobre, no puede juzgar solita. Es algo que tendría que juzgar la moral pública, y que, en tiempos como los que corren, parece que sólo pueden juzgar las modas ideológicas pasajeras.
Modas como las que llevaron a la prescripción entusiasmada de los bloqueadores "en defensa de los derechos LGTBI". Y modas que llevan ahora, con la misma evidencia científica, pero con algo menos de entusiasmo y un poco más cansados de tanta absurda y agresiva propaganda ideológica, a prohibirlos.
La prudencia vuelve ahora para vengarse de todos aquellos que pretendieron sustituirla por la ciencia. Y para recordarnos que el hombre moderno no cree en realidad en la ciencia porque en la ciencia propiamente no puede creerse.
No sólo porque la ciencia sea una investigación racional y todos esos blablablás, sino porque, como evidencian casos como este, el problema de la ciencia como sustituta de la fe y de la prudencia es que no puede realmente orientarnos respecto a las cuestiones fundamentales sobre la buena vida.
La ciencia puede decir, lógicamente, que si quieres tener una vida sexual más o menos funcional deberías evitar los bloqueadores de pubertad, del mismo modo que la ciencia puede decirte que si quieres tener un hígado sano debes abstenerte de desayunar con vodka o que si no quieres estar gordo como un ceporro no deberías sobrevivir con una dieta de donetes y pizzas congeladas.
Eso son cosas que la ciencia puede decir con seguridad suficiente y aunque joda.
Pero la ciencia no puede decir nunca por qué deberíamos querer tener una vida sexual medianamente funcional o por qué deberíamos querer estar buenorros o incluso vivos. No fue la ciencia quien recomendó el uso rutinario de los bloqueadores de la pubertad. Fueron unos científicos y unos políticos encegados por sus buenas intenciones y su mala ideología.
Y no es tampoco la ciencia quien rectifica ahora sus errores. Porque la ciencia es una buena sirvienta, pero una mala maestra.
De ahí la terrible sensación de que, en los asuntos fundamentales, tanto el legislador como su pobre súbdito van dando tumbos, prostituyendo a la ciencia en nombre de la última urgencia mediática o de la última ocurrencia ideológica.
Y de ahí también que incluso un ateo militante como Dawkins se declare "cristiano cultural" para combatir el relativismo cultural y participando de esa ilusa esperanza moderna de que los valores cristianos puedan sobrevivir sin la fe que los alimenta y los dota de sentido.
Así, ni se cree en la ciencia, ni se cree en serio en la necesidad de la prudencia, ni se cree, ni en broma, en la libertad de las niñas de doce años que quieren ser niños.
No les dejaríamos fumarse un puro ni tomarse una Coca-Cola antes de ir a la cama, pero les dejamos arruinarse la vida porque para las cosas importantes no se nos ocurre qué principio sólido podríamos invocar.
El único valor que se pretende común, el único que justifica la imposición y el sacrificio, es la salud, reducida ya a la mínima expresión de evitarse el sufrimiento. Pero este valor es para el moderno como la cerveza para Homer Simpson: el origen y la solución de todos los problemas.
Es lo que explica que todavía haya padres capaces de obligar a sus hijos a comer verdura, estudiar matemáticas o a hacer algo de deporte. Pero es también lo que explica que haya padres y médicos y psicólogos autorizando y administrando bloqueadores de la pubertad para proteger la salud mental de un pobre adolescente asqueado con su cuerpo.
El problema de no saber en qué se cree, de no poder creer firmemente en nada, es que uno es capaz de creer en cualquier cosa, pero sólo cuando toca.