31.1.20

Pinpollos

La Consejería de Educación de la Generalitat anunció el verano pasado que los centros públicos catalanes incorporarán la educación sexual a partir de P3. Lo hizo en plena consciencia de que la educación no es mera transmisión de información. Que es, como suelen decir hasta que se les cuestiona, una educación en valores. La educación sexual se desarrollará de formas distintas en distintas etapas y en la primera, en P3, se centrará en la promoción de juegos y juguetes sin distinciones de género. Se trata de incorporar al currículum escolar la campaña de "juguetes no sexistas" de cada Navidad. Y se hace para educar en el valor de la igualdad. De una igualdad muy particular. Que no es igualdad de derechos o igualdad ante la ley, fundamento de la democracia y dogma indiscutible, sino igualdad de deseos, que es un proyecto ideológico, un programa de transformación social y, por lo tanto, algo más discutible. Al menos en una sociedad democrática, que presupone la pluralidad de valores y no sólo de festividades, vestimentas o costumbres gastronómicas.
Para evitar estas discusiones y para evitar a quienes las plantean es muy común defender la libertad y la pluralidad de valores al mismo tiempo que se pretende limitar la discrepancia que esta pluralidad requiere. Se dice, por ejemplo, que aquí se trata de educar a los niños para que respeten los derechos de mujeres, homosexuales o transexuales. Pero se confunde a menudo y deliberadamente este respeto, indiscutible en democracia, con la obligación de adoptar una determinada visión sobre qué deben querer las mujeres para ser consideradas libres o sobre las relaciones afectivas y sobre la naturaleza del deseo y de la identidad sexual. Y es precisamente aquí, donde se busca el equívoco, donde más problemática se vuelve y tiene que volverse la educación sexual, porque no afecta sólo al trato de los demás sino al conocimiento y al cuidado de uno mismo.
Se ve claramente al tratar cuestiones como la homosexualidad o la transexualidad. Y más claramente cuanto más pequeños sean los alumnos a los que se pretenda educar en estos temas. Porque, precisamente porque afectan a la comprensión de la propia sexualidad, pueden generar más dudas de las que resuelven y, sobre todo a ciertas edades, muchas más dudas de las necesarias y convenientes. Es normal y comprensible, diría yo, que los padres impongan aquí un principio de prudencia sobre los educadores. La reacción de estos educadores y de tantos legisladores es, en cambio, la prueba de que conciben su trabajo como un correctivo de la sociedad en general y de los padres en particular. Que si hay que empezar la educación en P3 es porque cuanto antes mejor. Porque a esa edad todavía no han sido corrompidos por los vicios de la sociedad y por los prejuicios y fobias de los padres y conservan esa bondad natural que hace posible una futura sociedad ideal. Una sociedad plenamente igualitaria, sin discriminación ni sufrimiento e incluso sin tolerancia porque ya no quedaría nada que tolerar.
Esto aspiración muestra hasta qué punto se sobrevalora en este debate la influencia del colegio, y particularmente del discurso del profesor, en la formación ética de los alumnos. Porque lo que no entienden muchos educadores, y me temo yo que tampoco muchos de los defensores del pin parental, es que no se educa moralmente a través del discurso sino del ejemplo. De lo que se ve en casa, en la calle, en el aula, en las novelas y en Netflix. Y que ese es el límite del adoctrinamiento. No sufran tanto los padres por el discurso del profe. Y no sufran tanto los educadores por el pin parental ni por las reticencias de algunos padres. El trato, la comprensión, el respeto e incluso la admiración hacia las personas transexuales se entiende mejor, se aprende mejor, en series como Euphoria o POSE que en charlas de profes enrollados que insisten en que todos podemos ser lo que queramos y nadie tiene derecho a juzgarnos. También se entiende mejor su sufrimiento y, en general, lo trágico de crecer, de conocerse a uno mismo y de formarse una identidad. Por eso no son estas series para niños. Porque hay cosas que no pueden enseñarse. Y porque uno tarda y tiene que tardar muchos años, casi una vida entera, en saber lo que quiere y lo que quiere ser.

22.1.20

Una mala hemeroteca

Qué barato les sale a algunos el elogio. Rufián entrevistó a Espada en un programa al que llama La Fábrica y se ha ganado un montón de elogios (¡incluso valiente!) porque ha sido capaz de aguantar un rato quietecito y sin insultar. Lo hizo en twitter, eso sí, advirtiendo a sus seguidores de que no comiesen nada antes de ver la entrevista porque, en fin, vomitarían del asco. Por eso, pero no solo, es una entrevista profundamente deshonesta. Porque se basa en la seguridad de que no hay entendimiento posible. Rufián deja hablar al invitado convencido de que entre los suyos las palabras de Espada sólo pueden provocar la náusea, convencido de que poco a poco, entrevista seria tras entrevista seria, irá dejando atrás la imagen de quinqui de twitter para salir reforzado como hombre de diálogo y tolerante. Y convencido también de que todo eso lo hará sin perder a nadie por el camino; que ningún fiel sale de esa entrevista más espadiano sino, simplemente, un poco más rufián. Se equivoca, pero este es otro tema.

El único momento en el que el entendimiento fue posible, el único en el que Rufián de verdad se la jugó, fue cuando Espada le dijo que el independentismo buscaba un héroe de la retirada. Pensé que saltaría gritando ¡yo, señorita, yo! como el malote de clase cuando por fin trae hechos los deberes, pero se contuvo. Porque Rufián tiene sus ritmos y ahora está labrándose una mala hemeroteca al modo del santo que pedía castidad pero todavía no. Lo advirtió en la sesión de investidura y lo ha repetido en alguna otra ocasión: "Prefiero una mala hemeroteca a dejar de ser útil".

No hizo falta que lo jurase porque nadie lo puso en duda. Y no hizo falta que explicase a qué pretende ser útil porque el qué es ya secundario. De lo que se trata ahora es de pasar por un tipo serio, razonable, dialogante... por un hombre de estado. Y el problema que tiene es que los verdaderos hombres de Estado, aquellos que la historia recuerda como tales, sólo pudieron preferir y prefirieron una mala hemeroteca porque en algún momento la habían querido buena, incluso impoluta. Se sacrificaron por algo más que por su gloria y por eso se hicieron dignos de ella. Lo que hace Rufián al renunciar ahora a una hemeroteca limpia, que tampoco hacia falta, es darse permiso para contradecir su pasado tantas veces como le parezca útil, para faltar a su palabra y a sus principios tantas veces como le haga falta en el futuro. Una mala hemeroteca para un hombre sin Estado.

Publicado en TheObjective

17.1.20

Roger Scruton: un pesimista jovial

Ha muerto Roger Scruton, uno de los más grandes filósofos conservadores británicos. Como Burke, Scruton se descubrió conservador en la revolución francesa, la del 68 en su caso, al ver y escuchar con qué facilidad sus jóvenes amigos jugaban a destruir el sistema democrático y liberal sin tener para que ofrecer a cambio nada más que una vacía retórica marxista. Su conservadurismo surgió “de una intuición que todas las personas maduras pueden compartir sin problemas: la percepción de que las cosas buenas son fáciles de destruir pero no son fáciles de crear”. Una intuición que surge de constatar que las mejores cosas, nos han sido dadas, que por ellas debemos estar agradecidos y que esto impone sobre nosotros el deber de cuidarlas. De proteger lo bello, lo justo y lo verdadero de la corrupción que acecha a todas las cosas humanas. De la corrupción natural, del tiempo, tanto como de la cultural, de los tiempos del nihilismo de la posmodernidad.

Precisamente por ser conservador y por reconocer el deber de implicarse en el cuidado de las cosas buenas, Scruton no fue nunca un filósofo que se limitase a lamentarse por el paso del tiempo sinó alguien que se implicó decididamente a salvar las cosas buenas, bellas y ciertas de su enorme poder destructivo. Así luchó durante años contra el comunismo, arriesgando su libertad para defender la de los demás y educando, él sí para la ciudadanía, a los ciudadanos del otro lado del muro. Y así también y ya en sus últimos tiempos de vida, con menos épica pero con la misma misión, desde su cargo como Presidente de la comisión Building Better, Building Beautiful. Proteger la libertad dando clases en el lado equivocado del muro o ayudar a construir pueblos y edificios donde a la gente le guste vivir parecerá poca cosa a quienes aspiran a construir el cielo sobre la tierra. Pero, a diferencia de ellos, Scruton fue un filósofo convencido de que la filosofía trata sobre la vida cotidiana y que por eso no cayó nunca en la tentación del utopismo. Toda la utopía que se atrevió a idear fue su pequeña Scrutopia, en una casa antigua y en un pueblo pequeño en el que formó una familia, una biblioteca y donde vivió en paz con sus libros, su música y sus caballos. Esta modesta pero noble aspiración a vivir una vida buena, llena de sentido, amor y belleza, es también la base de su patriotismo. Es en el Estado-nación, y concretamente en el Reino Unido, donde encuentra Scruton la libertad que tantos otros prometen pero nunca reconocen. “La libertad real, concreta, que puede definirse y otorgarse y que no es lo opuesto a la obediencia sino su otra cara”. Es por amor a esta libertad concreta, real, creada y protegida por la common law, y por amor a la democracia británica y a sus ciudadanos, de donde surge su desconfianza en las promesas del universalismo, su euroescepticismo y, finalmente, su defensa del Brexit.

Su conservadurismo y su defensa del Brexit le hizo merecedor de la acusación de nostálgico y pesimista. Es, en parte, una acusación justa. Como explicó él mismo, “la nostalgia es un aspecto poco valorado de la condición humana. El libro fundamental de nuestra civilización describe la decisión de Odiseo de renunciar a la inmortalidad y a vivir con una diosa para surcar peligrosos mares de vuelta hacia su hogar. Vivimos en este mundo como desposeídos y alienados. Anhelamos un hogar y tratamos de construirlo. Todo lo yo que defiendo es que debemos seguir haciéndolo, aunque siempre será un hogar distinto”. Además, Scruton creía que el “pesimismo es la postura más sensata porque siempre acabas gratamente sorprendido”. Podemos decir que fue un pesimista jovial, que vivía gratamente sorprendido por las cosas buenas y que no se dejaba sorprender fácilmente por la decepción. Sus conocidos han coincidido estos días en destacar que fue un hombre alegre y afable. Este carácter, esta jovialidad, se veía incluso en el modo de tratar a sus adversarios. “La gente de izquierdas encuentra muy difícil llevarse bien con la gente de derechas porque creen que es malvada. Yo, en cambio, no tengo ningún problema en llevarme bien con la gente de izquierdas porque creo que simplemente está equivocada”. Un conservador como Scruton es alguien que sabe que en el mundo siempre habrá un sitio para él y que su existencia siempre tendrá sentido porque las cosas buenas siempre estarán en peligro de desaparecer y necesitadas de nuestro cuidado. Así pudo dejar dicho, casi a modo de testamento, que “al acercarse a la muerte uno empieza a comprender qué sentido tiene la vida. Y el sentido de la vida es el agradecimiento”.