20.9.19

In porno veritas

La discusión sobre el topless en las piscinas públicas en seguida dio paso a la prescripción del topless entre niñas preadolescentes. Se trataba, según leí, de evitar que el bikini de dos piezas erotizase el pecho femenino. Cabe preguntarse por qué.

La preocupación no venía de la mirada que ese pequeño e inútil sujetador pudiese suscitar en el bañista sino de la actitud que fomenta en las niñas. Se trataba, se trata, de educarlas para que conciban sus pechos en plena igualdad con los pechos masculinos. Sin carga erótica suplementaria. Es el mismo principio que alienta la campaña "free the nipple" contra la censura y por la libre exhibición del pecho femenino en las redes sociales. También esta campaña insiste en la comparación con el pecho masculino, demostrando hasta qué punto buena parte del feminismo ha hecho suya la convicción, asumamos que católica, de que lo erótico debe mantenerse oculto. Se permite e incluso se reivindica la libre exhibición del pecho femenino, pero a condición de deserotizarlo. Es una concepción equivocada tanto de lo erótico como de lo libre.

De entrada, porque los pechos no pueden (des)erotitzarse a conveniencia de la última moda ideológica. Los pechos son eróticos por naturaleza. Han evolucionado para ser más grandes que los de nuestros lejanos parientes, precisamente para ser más atractivos para los hombres. Para ser indicadores de madurez sexual. Cuando se da, claro. Cuando todo lo que se da es una niña que insiste en llevar el sujetador del bikini, lo único que señalan es una niña que quiere parecer mayor. Cuando lo que se da es una madre empeñada en politizar el asunto, lo único que tenemos es una madre que quiere que las niñas sigan siendo niñas, quién sabe hasta cuándo.

Después, porque se percibe lo erótico como algo que esclaviza a la mujer y la convierte en objeto sexual al servicio del hombre. Esta es una visión muy pobre tanto de la naturaleza de eros como del hombre y que en pocos asuntos se hace tan manifiesta como en la discusión sobre la pornografía. Lo hemos vuelto a ver en reacción a una entrevista en la BBC a Mia Khalifa, ex-actriz porno americano-libanesa, retirada y arrepentida, que se hizo famosa por rodar unas escenas con velo.

La entrevista es interesante por su denuncia de la industria y debería servir como advertencia a cualquier joven que, como ella, pretenda “hacer porno como su pequeño y sucio secreto”. Pero todos sabemos que los debates sobre la industria suelen ser excusas para denunciar la pornografía y su naturaleza supuestamente violenta, explotadora y sexista. Por eso, aunque Khalifa asume “al 100%” la responsabilidad de sus errores, sus defensoras hacen con ella como suelen hacer con prostitutas e incluso azafatas: les niegan la libertad en nombre de la liberación. Si no pueden aceptar que estas mujeres sean libres es porque no pueden reconocerse en sus decisiones. Es un razonamiento equivocado pero comprensible, porque aunque la libertad propia parece evidente en la duda y en el arrepentimiento, la de los demás es siempre misteriosa. Uno puede explicar cualquier conducta del prójimo, como mal hacen ellas, como el resultado lógico y necesario de presiones sociales, prejuicios, etc. Y es así, con este paternalismo metafísico, como suelen hablar del porno, del que tienen una visión tan negativa que les resulta inconcebible que nadie en su sano juicio se dedique a él voluntariamente. Es algo que sólo explicarían el trauma o la coacción.

Es una postura tan injusta con el porno como con sus actores. Porque, contra quienes lo denuncian como violenta explotación sexual de la mujer, lo que muestra la mayoría de las escenas no es tanto el poder de la violencia masculina como su límite. Es habitual ver al hombre sobrepasado y a merced de unas pulsiones y de unas mujeres que es incapaz de controlar. E incluso en esas escenas violentas tan denunciadas, lo que empieza como agresión masculina suele terminar en una subversión de la relación de poder y en la restauración de la normalidad de la relación sexual, donde también la mujer satisface sus bajas pasiones y sus oscuras fantasías. El hombre que usa la violencia como último recurso para satisfacer sus impulsos se descubre ante una mujer deseosa y segura de sí misma y en una situación en la que se sigue haciendo lo que a ella le da la gana.

La libertad de las mujeres será invisible, pero su liberación es, de hecho, el argumento (implícito) de casi todas las escenas, donde la protagonista actúa descaradamente en contra de lo esperado, lo prohibido y lo establecido ante la estupefacción de todas y cada una de las figuras que se pretenden de autoridad. Principalmente, claro está, las masculinas. En pocos ámbitos es tan ridículo hablar de sexo débil como en este, donde es precisamente través del sexo que la mujer toma el poder. En esto el porno es subversivo, y precisamente a esta subversión le debe Mia Khalifa su fama. El velo no hacía más que teatralizar la liberación, ¡antipatriarcal!, ante todo aquél que no finja ignorar la relación entre el velo islámico y la conducta sexual que se espera, que se exige, de sus portadoras. Es algo que no ignoraron los islamistas que la amenazaron y que no deberían ignorar las feministas que ahora pretenden defenderla.

Es algo que tampoco debería ocultarse cuando se discuten los efectos, digamos pedagógicos, de la pornografía. El porno no es más que caricatura de la naturaleza un poco grotesca y profundamente tragicómica de la sexualidad humana, y por eso las expectativas y frustraciones que genera sobre la vida sexual son sólo tan graves como las que generan las comedias románticas sobre el amor. Son las inevitables frustraciones de madurar para descubrir que ni el mundo ni las mujeres están obligados a satisfacer nuestros anhelos.

Es una lección desagradable y es normal que no quieran verla. Es la lección que tanto le costó aprender a Khalifa y que consiste en descubrir que la tan ansiada libertad tiene precio y unos efectos a menudo inesperados e indeseables. El intento de deserotizar los pechos no es más que un intento de infantilizar, de negar la naturaleza para olvidar que el verdadero peligro no viene de lo erótico o lo patriarcal sino de la inexorable impotencia de la libertad. Antes se entendía el topless, el free nipple, como un acto de empoderamiento de la mujer, que se exhibe libre y segura de sí misma, conocedora del efecto que provoca en los hombres y del poder que le confiere sobre ellos. Ahora se empeñan en deserotizar, en convertir a mujeres adultas en inocentes niñas que corretean en tetas por la playa, sin entender que eso las deja sin dominio sobre su cuerpo, su libertad y su poder.

11.9.19

Los padres de Greta

Lo más molesto de Greta Thumberg es lo difícil que resulta criticarla. Ante la naturaleza del fenómeno, todas las críticas parecen demasiado simples, cuando no ridículas o hasta crueles. Cómo vas a criticarle un discurso que ni siquiera es suyo. Y después está, claro que está, el tema de su enfermedad. Es joven y está enferma y eso hace siempre incómoda e indecorosa la crítica. Pero en este caso la enfermedad es mucho más que un escudo o una excusa para reclamar impunidad. En este caso, la enfermedad de Greta es el arma que ha encontrado la causa de los apocalípticos climáticos, esos pedofrastas, para hacer avanzar su agenda. Una de sus grandes dificultades era, y sigue siendo, la de hacer que unas sociedades acomodadas como la nuestra lleguen a temer por la fragilidad del planeta. Y su gran logro es que cuando la enferma Greta nos habla de fragilidad, creemos entenderla. Cuando nos habla de miedo, lo vemos en sus ojos. Así lo vemos en uno de sus últimos discursos, en el Foro Económico Mundial, donde nos advierte de que no quiere nuestra esperanza sino nuestro pánico. Greta quiere que sintamos el miedo que siente ella. Aquí Greta parece el malo de Batman o el Podemos de las buenas épocas, y sonaría a amenaza si no supiéramos ya que en esto estamos todos en el mismo barco.

Y a pesar de todo, esta unidad tiene algo triste. Greta insiste en presentar su causa como un conflicto generacional. Ella y su generación han venido como es natural a rebelarse y a cambiar el mundo, pero ya les va costando encontrar viejos que quieran preservarlo. Ya no encuentran más oposición que la de su lógica y natural impotencia. El tapón o el conflicto generacional debían o deberían servir al menos para excusar o disimular lo excesivo de las pretensiones revolucionarias, porque entre la inamovible naturaleza de las cosas y las ansias de cambio se entrometía una generación que sí podía ser criticada, combatida e incluso vencida. No parece que sea nuestro caso. Más bien parece que nuestros mayores son demasiado conscientes y se sienten demasiado culpables de sus defectos e impotencias como para defender sus logros frente a la crítica. La crítica de Greta y sus thumbergs es la misma exactamente que se hacen los mayores a sí mismos pero con algo menos de complejos y un algo más de superioridad moral. Es la crítica que los mayores quieren oír, que invitan y aplauden. Y estando ellos tan acomplejados han dejado a nuestros jóvenes sin nadie contra quién rebelarse. A veces parece que si quieren de verdad cambiar el mundo, salvarlo de sus mayores, deberían empezar a defender causas como la proliferación de las nucleares, la fabricación masiva de carne sintética o la investigación con transgénicos. Por mucho que le pese a Greta, eso incluso podría darles un poco de esperanza.

5.9.19