30.4.20

Alguien al volante

Pocos días antes de ser detenido por saltarse el confinamiento, conducir borracho, chocar contra un coche de policía y morder a un agente, el alcalde de Badalona reñía a algunos de sus vecinos, "que se creen que son más espabilados que los demás y que no tienen que cumplir las normas". Y nos explicaba, muy pedagógico, que estas personas no se dan cuenta de que no ponen en riesgo su salud sino la nuestra, la de todos. "Por eso la Guardia Urbana pone cada día actas administrativas, multas". El vídeo no tenía nada de especial. El tono del alcalde es el habitual de estos días y el mensaje, mitad represivo mitad educativo, es en el fondo el mismo mensaje que repiten la práctica totalidad de los políticos del mundo conocido desde hace semanas.
Hasta poco antes de ser detenido, el alcalde estaba haciendo su trabajo y, por lo que parece, lo estaba haciendo bien. Fue descubrir su enfermedad lo que nos hizo descubrir lo grotesco de su mensaje. Porque la debilidad del político refleja la debilidad del sistema justo cuando más fuerte lo queremos. Y si esconder esa debilidad es hipócrita, es una hipocresía que ahora parece más necesaria que nunca. Por eso nos riñen ahora más que nunca; porque más que nunca les pedimos que nos protejan. Por eso se ponen todos serios como padres el día de la entrega de notas, porque cualquier resquicio de comprensión con el díscolo sería sospechoso de debilidad. Miren qué susto se llevaron nuestros políticos y sus voceros cuando vieron a Rajoy, el otrora maricomplejines, saliendo a pasear como si aquí no pasase nada.
Nos hemos reído demasiado de las lecciones de un alcalde alcohólico porque parecía mandarlo el gobierno a demostrar que sí había alguien al volante. Pero es que también el gobierno estando sobrio nos riñe y tampoco él cumple con lo que predica. Es que también a nosotros nos multa una policía a la que han situado en el mismísimo límite de la ley. Es que ya es para todos evidente que nos gobierna una gente que no sabe gobernarse a si misma. Y resulta, además, que eso es lo normal. Porque gobernarse a uno mismo es, muy probablemente, lo más difícil de todo. La tarea de una vida, dirían los antiguos. Por eso deberíamos poder beber antes de poder votar. Por eso deberían poder multarnos, pero no deberían poder reñirnos. Y por eso deberíamos cuidarnos mucho de cuidar demasiado. Pero estas son las lecciones que sólo se recuerdan en el peor momento. Cuando más pedimos al gobierno que nos gobierne y que nos cuide es cuando más evidente se hace que ni es posible ni es deseable.

Publicado en TheObjective

22.4.20

Parece una guerra

Esto no es una guerra, pero lo parece. La retórica belicista tiene efectos terriblemente injustos, como los que ya advertía Susan Sontag, tan citada estos días, cuando alertaba de que "el efecto de la imaginería militar en la manera de pensar las enfermedades y la salud está lejos de ser inocuo. Moviliza y describe mucho más de la cuenta y contribuye activamente a estigmatizar a los enfermos". La pretensión de que si nos mantenemos unidos y joviales y cantamos y aplaudimos y hacemos deporte en casa y comemos sanos venceremos al virus sirve tanto para acallar las críticas como para culpabilizar al enfermo. A estas alturas, pero ya desde que empezó el confinamiento y más aún desde que el Gobierno decretó que las mascarillas son útiles si se usan bien, todo enfermo es culpable de su suerte. Por haber salido sin mascarilla, por habérsela puesto mal, por habérsela sacado mal, por haberla usado demasiado, por haberla lavado en frío... El enfermo es culpable. Y el muerto, héroe. Y lo importante es que ambos callan, aunque por motivos distintos, y que en una y otra situación dejan de ser víctimas, aún colaterales, de la negligencia gubernamental. El Gobierno puede apropiarse tranquilamente de la heroicidad ciudadana y puede incluso salvar al irresponsable, y así cada día es menos culpable de los muertos y más responsable de los curados. Poco a poco crece nuestra deuda con el bondadoso líder y poco a poco el porco goberno vuelve a ser la queja, tragicómica, de quienes adjudican a la política unas culpas que no le corresponden.

No es una guerra, pero lo parece. Porque cuando las cosas se ponen feas de verdad, las críticas morales más básicas, más fundamentales y radicales, parece que ya no puedan hacerse honestamente. En tiempos de paz, y bien lo saben en este Gobierno, porque lo habían hecho en muchísimas ocasiones, uno puede llamar asesino a sus gobernantes y ninguna indignación será nunca suficiente para acompañar tamaña acusación. Pero, ¿en tiempos de guerra? En tiempos de guerra llamar asesino al Gobierno es a la vez absurdo y desleal y en tiempos de guerra algo tan terrible como el triaje hospitalario no es sólo una necesidad sino un imperativo moral. Precisamente porque toda vida vale lo mismo, es imperativo sacrificar una vida cuando con ello puedes salvar algunas más. Y aunque valgan igual, ¿cómo criticar que se ponga un precio a la vida humana? ¿Que se calculen los costes y beneficios de reactivar la economía? En momentos como estos, el Gobierno no le pone un precio a la vida; lo descubre. Y descubre y descubrimos con ello su más alta responsabilidad, porque no hay nada peor que vender una vida demasiado barata. Por eso no podemos olvidar que parar la economía también mata. Que la pobreza mata, que la soledad mata, que la depresión mata y que mata también esta desglobalización que nos espera y a la que tantos abrazan ahora como niños a una madre en mitad de la tormenta. El repliegue nacional que viene y que quiere ponernos a plantar aguacates y a fabricar mascarillas también mata. Todas estas políticas tienen un coste en vidas humanas. Y es un coste especialmente alto entre los más pobres de los países más necesitados, precisamente, de globalización. Y aunque a nadie le guste hacer estos cálculos, hay que recordar que también el 8-M también fue un cálculo de vidas y muertes mientras se pudo decir que el machismo mataba más que el virus.

El del 8-M es un cálculo especialmente difícil, porque tiñe de cinismo incluso la única posible defensa que tenía el retraso del Gobierno en decretar medidas de distanciamiento social y el posterior confinamiento: el respeto a las libertades ciudadanas más básicas. Es una defensa que ahora sería chiste, pero que hubiese servido entonces para excusar las inacciones del Gobierno y que serviría ahora para mostrar de qué forma (¿exponencial?) crece la represión en un país democrático: muy lento, primero, y de golpe después. Seguro que hay algún gráfico que lo ilustre, pero ningún gráfico explicará tan bien la deriva totalitaria de este Gobierno como lo ha hecho durante años el propio Pablo Iglesias. Porque Podemos es un partido ideado para provocar y aprovechar las situaciones excepcionales como las presentes para imponer un programa que se ha escrito, filmado y retuitado hasta la náusea. Y por eso es tan peligroso tenerlo en el poder en momentos como estos. Podemos no es un partido totalitario, claro, pero quiere acabar con los medios privados de comunicación. No es totalitario, pero quiere erradicar a una derecha cada vez más extrema y cada vez más extensa de la vida pública de este país. No es totalitario pero quiere el control total de los precios, de las redes y de quienes y cuándo y cómo pueden salir por la calle, salir por la tele, trabajar o recibir una prestación social. No es totalitario, pero todo problema lo soluciona con el mismo y conocido recetario: control de precios, control de movimientos y comunicaciones, tabula rasa del sistema y creación del hombre nuevo (o "reencarnación colectiva de nuestra especie", en palabros del genial ministro Castells).

Esto tampoco se podía saber, y es una pena que el insomne Sánchez lo olvidase tras las elecciones y duerma hoy, plácidamente a su lado, el sueño de los justos. Pero sirve al menos para entender la extensión de la hipocresía, el autoritarismo y, sobre todo, de la mentira sistemática que vemos estos días. Porque la mayor virtud de Sánchez siempre ha sido la de no engañar a nadie. Todo el mundo sabía que pactaría el Gobierno con Podemos y los nacionalistas y todo el mundo sabe ahora que miente cada vez que abre el recetario. Todo el mundo. Hasta su propio Gobierno, porque la función primordial de su mentira no es engañar a la gente sino darle una excusa. Ellos hacen ver que mienten y los suyos hacen ver que les creen para poder seguir votando lo que quieren sin asumir como propias las responsabilidades que en democracia conlleva el voto; las terribles responsabilidades que hoy conlleva su gestión.

No es una guerra, pero lo parece. Y en una guerra, la crítica que merece el Gobierno toma la clásica dimensión del asesinato como una de las nobles artes: la muerte por negligencia ya es mucho más aceptable que la persecución de los bulos. No es una gran noticia, pero puede ser una pequeña esperanza.

16.4.20

Hay expertos y expertos

Son los mismos. Los mismos que en nombre del pueblo llevaban años menospreciando el conocimiento de los técnicos y los expertos, quienes ahora se esconden tras ellos para intentar exculpar su insoportable, ya entiendo que insoportable, responsabilidad. Algunos lo celebrarán como un progreso. Por fin la política escuchará a los expertos y la razón científica guiará nuestras decisiones. Yo no diría tanto.

Yo más bien diría que ahora como antes hay expertos y expertos porque hay verdades y verdades. Y que así hay, por ejemplo, médicos y médicos y economistas y economistas. Los médicos les gustan más si son de la pública que si son de la privada y les gustan más ahora, que sólo curan, que antes, cuando eran abstractos representantes de una medicina moderna, tecnificada y deshumanizada. Entonces pudieron flirtear con la medicina tradicional china y con los antivacunas porque expertos hay muchos, todos dicen cosas distintas y porque por mucho que les pese a las farmacéuticas hay una abuela en un pueblo de Sichuan que tiene 114 años y fuma dos paquetes de Ducados al día. Ahora pueden seguir ignorando a los economistas porque si metes a dos economistas en una habitación tienes dos opiniones distintas excepto si uno de ellos es Lord Keynes, decía Churchill, porque entonces tienes tres. Quizás por eso sea tan socorrido citar a Keynes. Y por eso les gustan tanto las doctrinas económicas de Los hermanos Garzones, tan parecidas a las de esos niños que cuando no tienes dinero te mandan al cajero a sacar unos billetes pero, evidentemente, tan distintas y sofisticadas porque lo que dicen es que si no tienes dinero te mandan al Estado a que te imprima unas monedas. Estas son las verdades que les gustan porque limpian, fijan y dan esplendor a su ideología y porque acusan, reprenden y sentencian a quienes pagan menos de los que querríamos, a quienes suman, restan, cuentan y recortan; en resumen, a la derecha, al mal y al capital. Aman a los economistas cuando nos prometen dinero y los odian cuando recomiendan contención, porque ya dijo San Agustín que los hombres "aman la verdad cuando brilla e ilumina; la odian cuando les gira la espalda, los acusa y reprende".

Y es que tampoco se podía saber, aunque lo escribiese Platón unos 2400 años antes del 8M, que los más reales de nuestros demócratas elegirían entre expertos como los niños eligen entre el cocinero que reparte pasteles y el médico que impone dietas o exige mascarillas y respiradores. El resultado de semejante liderazgo, como suele decirse, le sorprenderá.

Publicado en TheObjective

7.4.20

No tienen perdón

Son tan constantes las mentiras y tan grande la incapacidad del gobierno, y son tan bestias e inhumanas sus consecuencias, que la crítica civilizada ya no es heroica sino, probablemente, imposible.
¿Cómo se critica a una Generalitat que recomienda sacar a los abuelos de las residencias porque dónde estarán ellos mejor que en casa y con sus familias? ¿O a un Gobierno que dice que las mascarillas no sirven porque no tiene suficientes? ¿O que presume de haber conseguido que bajen los contagios cuando nunca hemos tenido tests suficientes ni la más remota idea del número de contagiados reales habidos o por haber? ¿Cómo se critica a una gente que decía que el virus no entiende de fronteras pero aseguraba que no se contagiaba entre locales porque no se atrevía a cancelar su fiesta del 8M? ¿O que aprovecha la retórica belicista de la guerra contra el virus para silenciar las preguntas incómodas, censurar las críticas y espiar a los ciudadanos? 
¿Cómo vas a preguntarle a esta gente por qué seguimos encerrados a la fuerza y hasta cuándo debemos seguir así y qué tiene que pasar para que salgamos y qué piensan hacer para que no estemos así otra vez en Octubre? ¿Cómo vas a fiscalizar a un gobierno que es inmune a la crítica porque es inmune a la verdad? ¿Qué explicación puedes exigirle a una gente que a toda auténtica pregunta responde manzanas traigo y en Nueva York también muere gente? ¿Cómo vas a criticarlos siquiera cuando toda su defensa son los recortes del PP, las maldades del capitalismo y los bulos en las redes? Es, simplemente, imposible. 
Por eso empezaron apelando a la unidad patriótica y a la lealtad con el gobierno y por eso, y en un giro imprevisible de los acontecimientos, han acabado apelando a la lucha contra los bulos y las fake news. Porque al menos así estos mendaces con vocación de caudillos tienen al fin un enemigo al que creen poder vencer; la libertad de expresión de quienes osan criticar su magnífica gestión, que parece ser que ha logrado convertirnos ya en el país del mundo con mayor número de muertos por millón de habitantes. Pero su verdadero enemigo no son los bulos. Ni siquiera el virus. Su verdadero enemigo es ahora, como ha sido siempre, esa puta realidad que se resiste a plegarse a sus intereses y prejuicios cuando más lo necesitan. 
Estos mismos mentirosos son los que nos vienen a recordar ahora que la posverdad es un peligro pera la democracia. Y al menos en esto tienen razón. Porque cada vez que ellos fingen dar una respuesta y que nosotros fingimos creérnosla (¿Por miedo? ¿Por lealtad? ¿Por patriotismo?), cada vez que asumimos que hay algo noble en su mentira, que hay algún bien superior que su silencio esta pretendiendo preservar y que la verdad pondría en riesgo, asumimos como propias sus razones y su bullshit y renunciamos, por la tanto, a la mismísima posibilidad de la crítica razonable. 
Eso es lo que nunca debemos perdonarles a estos mentirosos compulsivos: que con sus mentiras y sus silencios, incluso más que con sus amenazas, pretenden que no se les pueda criticar por lo que hacen o por dicen (que podría ser nefasto o ser mentira) sino por lo que pretenden conseguir (que sólo puede ser bueno, y quién se atrevería a pensar lo contrario). Lo que nunca podremos perdonarles es, en definitiva, que en esta situación la única crítica posible, justa y equilibrada, sea el insulto.