A Óscar Puente no le gusta que le llamen feo, pero lo cierto es que entre todos los insultos seleccionados hay muy pocos que se refieran a su físico. Es normal, porque diría que tiene defectos mucho peores y mucho más evidentes. Y el mayor de todos es que por muchos insultos y descalificaciones que reciba, por mucho que se le falte al respeto, nunca nadie se lo faltará tanto como se lo ha faltado él mismo.
Él fue quien aceptó dar el salto a la política nacional por la puerta del servicio y gracias a sus defectos mucho más que a sus virtudes, cuando su vulgaridad general y su escasa relevancia política hasta aquél momento tenían que servir para humillar al entonces candidato a la Presidencia del Gobierno Alberto Nuñez Feijóo. Fue una de esas jugadas maestras de Sánchez que tanto gustan a los spin-doctors progresistas, en la que se negaba a darle la réplica al aspirante Feijóo para quitarle importancia al ganador de las elecciones y a los pactos que se estaban construyendo en su contra.
Puente fue el hombre que eligió Sánchez para demostrarnos cuán bajo había que caer para ponerse a la altura de Feijóo. Y nadie duda que cumplió a la perfección con su cometido.
Si Óscar Puente es insultado es, pues, porque ser insultado es su trabajo. Y lo sabe. Prueba de ello es que no siendo el primer político que recibe insultos y no siendo el primero que pone a sus asesores a listar insultos, medios y periodistas, Óscar Puente es muy probablemente el primer ministro que presume de ello en público confundiendo el respecto hacia su persona con el respeto a la democracia. A estas alturas ya es casi imposible saber si esta terrible y totalitaria confusión es sincera o impostada, pero lo que sigue siendo impresionante es la desfachatez con la que se enorgullece en público de lo que tantísimos otros no habrían confesado ni en privado.
Puente sabe que se ganó el puesto con una humillación pública y que si lo mantiene es precisamente por su capacidad de humillarse públicamente, de convertirse por una semana y las que hagan falta en la enésima cortina de humo con la que este gobierno juega a ver quién se ahoga primero. No es el primero que se encuentra en esta situación, y lo normal sería que acabase como tantos de sus semejantes, volviéndose contra el líder que se lo vendió todo al módico precio de renunciar al más mínimo sentido del ridículo. Como han acabado, por ejemplo, tantos dizque periodistas, con el antaño adorado Pablo Iglesias o con el hasta hace nada temido Cebrián, ahora que el rey ha caído y es otro quién les paga el sueldo y les hace sentir algo menos solos y algo más importantes. La moral de esclavo lleva indefectiblemente al resentimiento, así que lo normal sería que Puente acabase un poco como Ábalos pero en serio, recuperando el orgullo y la dignidad aunque sea demasiado tarde, cuando lo abandonen a él o cuando caiga el sanchismo y empiece a ser aceptable e incluso necesaria la autocrítica. Pero no creo que haya para tanto.
El problema que tiene Puente es que el respeto es un poco como la clemencia, que cuando se pide ya es demasiado tarde. Si tanto le preocupa la salud de la democracia, lo que podría y debería hacer, y lo antes posible, además, es empezar a respetarse un poquito más a sí mismo.