Circula por Twitter un vídeo en el que se ven breves fragmentos de los discursos de fin de año de los últimos presidentes franceses. Desde Sarkozy hasta Macron pasando por Hollande, todos coincidían en señalar que el año que dejaban atrás había sido un año duro, pero que el año siguiente sería mejor.
Esta coincidencia tan profunda entre presidentes de distintos partidos, ideologías y talantes es graciosa, claro. Y también un buen recordatorio de que en nuestra época todos los años buenos se parecen, pero los malos lo son cada uno a su manera. Un buen año es un año de paz y prosperidad. Pero un mal año puede serlo por la guerra, la crisis, la pandemia, la Champions del Madrid o un poco todo a la vez.
Si no fuésemos tan cínicos, nos sorprendería un poco el coincidente empeño de estos presidentes en destacar lo malo que había sido un año en el que, al fin y al cabo, ellos habían gobernado. Y del que, por lo tanto, también debían ser en parte responsables.
Pero no hace falta ser Risto Mejide para entender lo que hoy en día es una historia triste. Ni para imaginar lo rápidas y violentas que hubiesen sido las críticas de haberse limitado en sus discursos a presumir de logros y a celebrar el magnífico momento histórico que vivimos, olvidando de forma insensible a tantas familias que lo están pasando muy mal, y a todos aquellos que este año han perdido un trabajo, un amor, unos ahorros, una esperanza o un ser querido.
Hoy, el pesimismo mal entendido (el que lleva a la desesperación y al lamento inútil) es casi obligatorio. Nuestro valor moral parece medirse por el empeño en infligirnos una penitencia sin posibilidad de redención. Hasta el punto de que es evidente que la religión woke, que cree en el pecado original, pero sólo para los blancos, es en realidad solamente una parodia de un espíritu de los tiempos que sobrepasa con mucho los límites del radicalismo ideológico de cierta izquierda americana.
Si no fuésemos tan cínicos, podríamos celebrar el empecinamiento de nuestros líderes en el optimismo y su casi entrañable capacidad para dejarse sorprender siempre por la decepción. Seríamos capaces, de hecho, de reconocer también en este vídeo paródico el milagro navideño de cada año, que no es otro que la renovación de la promesa de la esperanza.
Un milagro del que todos nos queremos en realidad partícipes. Hasta el Grinch. Y hasta aquellos que se empeñan en felicitarnos el solsticio de invierno como los locos de Alicia en el País de las Maravillas nos felicitaban el no cumpleaños. Porque aunque sean fiestas que sólo celebran ellos (y me gustaría ver cómo), al menos los buenos deseos para el año nuevo y su invitación a la esperanza son compartidos.
Y eso es lo que cuenta y lo que siempre hay que agradecer.
Pero incluso desde nuestro cinismo (y especialmente en un año como este, que es año electoral) no está de más recordar que ningún pueblo es mejor que sus políticos. Y si ellos, a pesar de todos sus evidentes defectos, a pesar de su habitual tremendismo y de sus peligrosas polarizaciones, y de las terribles amenazas que se ciernen sobre nuestra democracia, si ellos, digo, son capaces de salir año tras año, decepción tras decepción, a mostrarse esperanzados por lo que viene, también nosotros deberíamos ser capaces, al menos, de imponernos dos o tres esperanzas de año nuevo.
Y de dejarnos sorprender un poco por la decepción.