Aveces los elogios hacen más daño que las críticas. Y por eso es lamentable el bombo que la izquierda está dándole a "la mejor estudiante de su promoción". Que insistan tanto en sus excelentes calificaciones casi parece una excusatio non petita, porque no creo que un discurso como ese pueda parecerles gran cosa ni siquiera a ellos. Y porque tampoco puede ser un reconocimiento de la meritocracia, por mucho que lo pretenda Gabriel Rufián.
Su entusiasmo se explica, simplemente, porque tener a la mejor estudiante de su parte es una forma de recordarnos que la Universidad es suya. Y que de eso va todo.
Que de eso va que Isabel Díaz Ayuso tenga que entrar a recibir un reconocimiento con el ejército, como denunciaba con gran preocupación el buenazo de Íñigo Errejón, cuando Pablo Iglesias pudo hacerlo con la sobria solemnidad que el momento merecía.
La Universidad es uno de los pocos ámbitos, prácticamente el único, donde presumen de la excelencia como mérito. Cuando es sabido que, desde sus inicios, el movimiento político ese del que usted me habla ha demostrado un profundo desprecio por el mérito y la excelencia (siempre supuestos, siempre financiados por la cartera de papá) en nombre de la democracia y de la indignación moral.
Pero es que de la Universidad vienen ellos. Y de ahí venían también los elogios a sus fundadores, grandísimos intelectuales de reconocido prestigio internacional, y la defensa tan recurrente, tan socorrida, de la ministra Irene Montero cada vez que alguien duda de su capacidad y sus méritos. Ella, también excelentísima estudiante, que dejó pasar la oportunidad de hacer carrera en Harvard para dedicarse a salvar la democracia.
En estos elogios y en esta defensa se esconde algo que la mejor de su promoción quizá no ha entendido todavía. Y es la conciencia de que el salto de la Universidad a la política es un sacrificio porque es una degradación. Intelectual, claro, que no económica ni moral. Moralmente no hay nada superior al sacrificio por el bien común.
Pero es sin duda una degradación intelectual que gente tan y tan válida tenga que rebajarse a discutir con gente como nosotros. Y de ahí que sus líderes busquen volver a volar libres por el mundo que les es propio, que es el de las ideas, el de los intelectuales, las series, las expos alternativas y las birras por Malasaña.
Ellos son muy conscientes del precio que están pagando, y eso explica la desfachatez con la que cabalgan contradicciones para cobrarse los servicios prestados.
Porque de esa conciencia viene el cinismo que "la mejor de su promoción" todavía no ha hecho suyo. Y esa inocencia, y no el nivel de la Universidad, es el gran problema de su discurso.
Porque seguro, segurísimo, que muchos estudiantes mucho peores que ella hubiesen hecho un discurso mucho mejor. Pero lo que buscaba ella y lo que se aplaude en su discurso no era la solidez argumentativa ni la capacidad retórica. Ese discurso no era una conferencia académica. Ese discurso era un discurso político, improvisado además, en el que lo importante era el entusiasmo y la indignación.
Lo único que demuestra ese discurso, y lo único que de él se aplaude cínicamente, es la naturaleza y la intensidad de la afiliación política de su vocera.
Y todo lo que está mal en él es la convicción de que no podría estar mejor. De que es un discurso casi perfecto en su imperfección, que trata todos los temas que tiene que tratar como tiene que tratarlos.
Que tiene el tono entre quejumbroso y cabreado que les es tan propio, que va pasando del susurro paternalista al grito indignado según responda el auditorio, que presume sin presumir de sus logros y que tiene su dosis de queja feminista, de clase trabajadora, de denuncia partidista, de demagogia de alta intensidad, de retórica violenta, de eslogan ridículo y de la valentía impostada de hacer como que rompes lo que no quieres romper.
Lo peor es que es posible que el discurso le sea tan útil como el título. Y por eso hace bien en no romperlo. Porque la mejor de su promoción entiende muy bien que el conocimiento no es eso. Que no son las notas ni las cámaras ni el título.
Pero que merece la pena conservarlo. No porque sea ilegal romperlo (sólo es muy caro) sino porque en este sistema, en esta titulitis de la que tan joven ya está harta, ese título sigue siendo su mejor salvavidas. Para cuando a los suyos se les baje el subidón y la dejen tirada con su ridículo discurso y sus magníficas notas.
Supongo que en el fondo es una suerte que el sistema siga creyendo más en sus jóvenes de lo que sus jóvenes creen en él.