7.10.22

Pijo por pijo, prefiero a Risto Mejide

Se subieron el sueldo y enseguida salieron Patxi López y Gabriel Rufián y otros tantos a felicitarse. Que la política sea remunerada, decían, es un triunfo de la clase trabajadora. Es decir, suyo. Como todo lo bueno.

Y tendrán razón. Que sea remunerada está bien. Muy bien, incluso. Por eso que dicen de que así la política no es sólo cosa de señoritos aburridos de contar billetes, beber martinis y llevar a la querida a la ópera. 

Pero es que remunerada ya estaba. Y bastante bien, además. Hasta el punto (y será cosa mía, de tener poco mundo, quizás) que no conozco a nadie que antes de esta subida hubiese tenido que renunciar a su noble vocación política para seguir dando clases de filosofía o sirviendo martinis y cafeses o atendiendo como cajera en un supermercado porque de la política, como de la petanca, no podía vivir.

En sentido inverso, en cambio, sí sé de algunos. 

Y no sólo dignos representantes del pueblo, como diputados y ministros y gentes importantes, sino asesores y demás sacrificados en la sombra. Gentes con trabajos más o menos dignos e intereses y principios más o menos nobles que se ven, los pobres, condenados a seguir propagando y a seguir cobrando por haberse acostumbrado a un sueldo y a un ritmo que nunca volverían a encontrar en el LinkedIn de los mortales.

Una tragedia, sin duda, que no se la desearía a nadie. Una hoguera de las vanidades, la política, pero con una cárcel como de jugador del PSG. 

Es por eso de la brecha entre sueldos públicos y privados, que esta sí que existe y que no deja de crecer. Y que sería un triunfo de la casta política si este artículo de hoy fuese tan populista como sus discursos de ayer.

Que con estos sueldos, y estos cargos, y estas ínfulas de señorito se presenten todavía hoy como clase trabajadora necesitada de una pequeña ayudita para no pasar penurias y no tener que volver a sus antiguos puestos en la mina es un poquito fuerte.

Que lo hagan ahora, con esta inflación, estos tipos, ese pacto de rentas que era urgentísimo, pero no tanto como lo son las urgencias electorales, porque nada lo es nunca, pues es también un poquito una desfachatez.  

Y ante tremenda desfachatez, yo hasta prefiero a Risto Mejide y a otros pijos como él. Que saben, al menos, que los ricos no siempre son los otros. Que se habrán creído, quizás, las cifras de la ministra según las cuales ricos hay dos o tres en España, que todos los demás dependemos de su sacrificio y que por eso, a ellos y sólo a ellos, les suben los impuestos.

Y Risto, que no es tonto, habrá visto que él es rico y que, siendo uno de esos happy few, podía y por tanto debía ayudarnos a todos los demás y se mostraba favorable, encantado incluso, de que le subiesen los impuestos. Eso al menos me parece noble, aunque sea mentira, tontería y una auténtica pijada.

Porque si Risto y los suyos quieren pagar más, lo tienen incluso más fácil que Patxi y Gabi para subirse el sueldo. Les basta con darlo. Con declarar de más y dejarnos el cambio en el platito de Hacienda, que somos todos. O con donarlo a Cáritas o con invertir en algo más que su ego. 

Pero no quieren eso. Quieren que se lo hagan. Porque son pijos hasta para eso. Quieren que el Estado les saque el dinero de la cuenta sin tener que molestarse ni en pensar a qué destinarlo. Ni el gesto de hacer una transferencia quieren a cambio de nuestro aplauso unánime. 

Y la caridad, ristos, no se hace sola. La caridad hay que hacerla.

Subirse el sueldo en nombre de la clase trabajadora y celebrar que te suban los impuestos en Twitter es virtue signaling de pijos. Y cuando pretenden que esto no nos afecte a los demás me recuerdan a aquellos buenazos que estos días, viendo la diferencia entre su sueldo y el de sus amigos de lo público, piden que las empresas privadas suban sueldos. 

O a aquellos adánicos barceloneses que votan a Ada Colau desde el otro lado de la Diagonal y que se burlan del enésimo turista al que le han arrancado un relojazo y que piden no exagerar cuando ven a dos negritos matándose a machetazos por el centro de la ciudad. 

Hay que ser muy pijo para vivir en una sociedad así y creer que a ti todas estas cosas no te van a pasar factura.