30.4.24

La línea que dibuja Sánchez y que nos separa del fascismo

Si se queda es que no estamos tan mal. La excusa era tan burda, tan ridícula, que todos temíamos que escondiese algo mucho peor.

Algunos especulaban con que Pedro Sánchez no fuese en realidad un cínico y no estuviese simplemente riéndose de nosotros, sino que algo grave le estuviese pasando. Que fuese, por ejemplo y de verdad, un hombre profundamente enamorado, incapaz como un pobre adolescente de afrontar los retos de la presidencia con la serenidad debida.

Otros, un poco más románticos, llegaron a temer la mano negra del mismísimo Benjamin Netanyahu y los menos veíamos el anuncio de la crisis final, del abandono de la caridad europea y de cualquier posibilidad de alcanzar, a nuestra ya indeterminada edad, una cierta estabilidad económica y tranquilidad vital.

Que se quede es un alivio porque quiere decir que no estamos tan mal. Que todavía podemos estar mucho peor.

Sánchez sigue siendo el que era y todo sigue igual, pero un poquito peor. Esta pantomima no ha sido nada más, pero tampoco nada menos, que un punto y aparte en nuestra ya larga decadencia hacia el autoritarismo y la pobreza.

Sánchez afirma que se queda por aclamación popular. Una aclamación popular que incluso antes de que la ratificase Tezanos ya sabíamos que era falsa. Porque siempre lo es. Y que sirve para lo mismo que todo lo demás. Para profundizar en esta deriva autoritaria de quien quiere reducir la democracia a un plebiscito diario sobre su persona y para amedrentar a los jueces, la prensa y la oposición.

Una aclamación popular que en la realidad alternativa a los hechos alternativos consistió en convocar a cuatro militantes delante de Ferraz para salvar la democracia a ritmo de Rigoberta Bandini. Las imágenes de María Jesús Montero y Patxi López, bailando y gritando emocionados, quedan ya para la memoria histórica.

Es cierto, que vistas desde fuera, estas exhibiciones de histeria colectiva son siempre ridículas. Pero el fin justifica cualquier ridículo. Y que sea tan ridículo no lo hace menos peligroso, sino más.

Porque de lo que están haciendo, de lo que les ha hecho Sánchez a los suyos y de lo que estas pobres gentes se han dejado hacer, uno no vuelve como si nada.

Y si la historia y los antiguos tuiteros de Podemos nos enseñado algo es que alguien capaz de hacerse eso a sí mismo, alguien capaz de renunciar al más mínimo pudor y apariencia de dignidad, alguien capaz de convertirse en una parodia de sí mismo, es también capaz de hacerle cualquier cosa a los demás.

Nos lo había enseñado Nietzsche. De la moral de esclavo surge siempre el resentimiento y todas sus terribles consecuencias.

Es una amenaza que estos días se ha hecho presente desde múltiples focos del más patético sectarismo.

Desde el mundo de la cultura, sobre el que no hay sorpresa ni nada que añadir. Todo lo que había que decir ya lo dijo Juan Carlos Ortega en un capítulo de su pódcast para la historia titulado Los premios Velázquez del cine. Y lo único que nos queda es constatar, una vez más, que la realidad siempre supera a la ficción.

Son esos periodistas e intelectuales afines, tan finos analistas del populismo, de la deriva autoritaria y de los peligros de la democracia plebiscitaria cuando el procés y que ahora no ven la viga en el ojo propio porque esta vez sí que va en serio y esta vez sí que se hace desde el poder y con posibilidades de triunfar.

Que estas comparaciones que no hacen ellos le sirvan al menos de recordatorio a la derecha para evitar refugiarse en ese triste y fracasado mantra consolador del independentismo cuando decía y repetía que "Europa no lo permitirá".

Lo que le ha hecho Sánchez a su queridísimo partido, a sus militantes y a las pobres gentes que cargan con el féretro del PSOE, queda ya para la historia del caudillismo español. Lo mató porque era suyo, en una práctica que antes escandalizaba a feministas, pero que ahora ya ni eso.

Lo que se hayan dejado hacer el feminismo y las feministas, usadas aquí como la más lamentable excusa para sus jugadas maestras, es cosa suya. Y lo que hace con Begoña Gómez, aún más. Supongo que a ratos quererse es usarse. Pero lo que nos hace a nosotros en nombre del feminismo y de Begoña sí que merece comentario.

Porque de ahí sale la conclusión sensata y moderada que todo buen demócrata debe aceptar y que se supone que tiene que marcar ahora la línea de lo aceptable y lo fascista e indecente. Es decir, la excusa con la que pretenden hacernos tragar con todo lo demás y lo que venga.

Es trampa y es mentira que Begoña esté fuera de todo debate público. Que la familia no se toque, como si este nuevo pacto democrático fuese en realidad un pacto entre clanes mafiosos. No es sólo que sea hipócrita por todo lo que han dicho y seguirán diciendo de la familia de Feijóo, Ayuso y cuantos sea necesario desacreditar.

Es que una cosa sería que Begoña robase cremas en el súper o tuviese un problema de adicción al gelocatil. Exigir esa ejemplaridad a la mujer del césar no es cosa nuestra, sino del césar. Es cesarismo, no democracia.

Pero cuando la mujer del césar trafica con influencias no lo hace nunca por cuenta propia. No es, ni puede ser, un vicio privado que haya que respetar en nombre de la higiene democrática y el respeto a la vida personal de los políticos y demás blablás.

¿Con qué influencias podría traficar su mujer si no con las del césar?

Las únicas influencias que se le conocen, y con las que podría traficar, son precisamente las que derivan de su condición de esposa de un presidente enamorado. Sólo con la influencia de Pedro Sánchez y de los suyos podría traficar Begoña.

Y esas hay que fiscalizarlas. Y mucho.

Sánchez se queda y dibuja sobre el fango la línea que no hemos de cruzar. Esa línea que separa a su esposa (y a él y a todos los suyos) de todo tipo de escrutinio público es una amenaza que hay que tomarse muy en serio.

Es una amenaza contra los jueces, que quedan ya señalados y desprestigiados hagan lo que hagan, por serviles o por fascistas, y es una amenaza contra los medios, especialmente los afines. Y es una amenaza, en definitiva, contra la democracia.

Ya veremos qué agenda legislativa pondrán a la altura de tan alta causa. Pero de momento debería bastarnos para tirarnos de los pelos escuchar a Yolanda Díaz, la antifascista, decir que nuestra vida ya es muy complicada y que ella trabaja incansablemente porque no tengamos, encima, que preocuparnos de la política.

18.4.24

Bloqueadores de la razón moderna

Reino Unido ha tomado la sensata decisión de vetar los bloqueadores de la pubertad y de dejar, por tanto, de prescribirlos como "tratamiento de rutina" para preadolescentes que quieren cambiar de sexo.

Es un motivo de celebración comprensible entre todos aquellos que llevan años alarmados y alarmándonos por los terribles efectos que estos tratamientos y su frívola administración tendrían en miles de niños, destinados a una vida de arrepentimiento y disfuncionalidades de esas que ahora llaman sexoafectivas.

Pero celebrarlo como el triunfo de la ciencia es, como mínimo, un overstatement. El informe de la doctora Hilary Cass para el NHS no es ningún novedoso descubrimiento científico, sino simplemente un reconocimiento del desconocimiento sobre el tema y los efectos a largo plazo de los bloqueadores y una llamada a la prudencia.

Y somos tan ignorantes sobre la cuestión y tan necesitados de prudencia hoy como cuando se aprobaron estos tratamientos.

Todo lo que parece haber descubierto la ciencia en este tiempo es que, oh sorpresa, los bloqueadores de la pubertad funcionan y que, aquí el escándalo, se estaban usando sin un conocimiento suficiente y adecuado sobre sus efectos a largo plazo.

Pero que funcionen demasiado mal o demasiado bien, como sucede, porque se administran demasiado a menudo, es algo que la ciencia, la pobre, no puede juzgar solita. Es algo que tendría que juzgar la moral pública, y que, en tiempos como los que corren, parece que sólo pueden juzgar las modas ideológicas pasajeras.

Modas como las que llevaron a la prescripción entusiasmada de los bloqueadores "en defensa de los derechos LGTBI". Y modas que llevan ahora, con la misma evidencia científica, pero con algo menos de entusiasmo y un poco más cansados de tanta absurda y agresiva propaganda ideológica, a prohibirlos.

La prudencia vuelve ahora para vengarse de todos aquellos que pretendieron sustituirla por la ciencia. Y para recordarnos que el hombre moderno no cree en realidad en la ciencia porque en la ciencia propiamente no puede creerse.

No sólo porque la ciencia sea una investigación racional y todos esos blablablás, sino porque, como evidencian casos como este, el problema de la ciencia como sustituta de la fe y de la prudencia es que no puede realmente orientarnos respecto a las cuestiones fundamentales sobre la buena vida.

La ciencia puede decir, lógicamente, que si quieres tener una vida sexual más o menos funcional deberías evitar los bloqueadores de pubertad, del mismo modo que la ciencia puede decirte que si quieres tener un hígado sano debes abstenerte de desayunar con vodka o que si no quieres estar gordo como un ceporro no deberías sobrevivir con una dieta de donetes y pizzas congeladas.

Eso son cosas que la ciencia puede decir con seguridad suficiente y aunque joda.

Pero la ciencia no puede decir nunca por qué deberíamos querer tener una vida sexual medianamente funcional o por qué deberíamos querer estar buenorros o incluso vivos. No fue la ciencia quien recomendó el uso rutinario de los bloqueadores de la pubertad. Fueron unos científicos y unos políticos encegados por sus buenas intenciones y su mala ideología.

Y no es tampoco la ciencia quien rectifica ahora sus errores. Porque la ciencia es una buena sirvienta, pero una mala maestra.

De ahí la terrible sensación de que, en los asuntos fundamentales, tanto el legislador como su pobre súbdito van dando tumbos, prostituyendo a la ciencia en nombre de la última urgencia mediática o de la última ocurrencia ideológica.

Y de ahí también que incluso un ateo militante como Dawkins se declare "cristiano cultural" para combatir el relativismo cultural y participando de esa ilusa esperanza moderna de que los valores cristianos puedan sobrevivir sin la fe que los alimenta y los dota de sentido. 

Así, ni se cree en la ciencia, ni se cree en serio en la necesidad de la prudencia, ni se cree, ni en broma, en la libertad de las niñas de doce años que quieren ser niños.

No les dejaríamos fumarse un puro ni tomarse una Coca-Cola antes de ir a la cama, pero les dejamos arruinarse la vida porque para las cosas importantes no se nos ocurre qué principio sólido podríamos invocar.

El único valor que se pretende común, el único que justifica la imposición y el sacrificio, es la salud, reducida ya a la mínima expresión de evitarse el sufrimiento. Pero este valor es para el moderno como la cerveza para Homer Simpson: el origen y la solución de todos los problemas.

Es lo que explica que todavía haya padres capaces de obligar a sus hijos a comer verdura, estudiar matemáticas o a hacer algo de deporte. Pero es también lo que explica que haya padres y médicos y psicólogos autorizando y administrando bloqueadores de la pubertad para proteger la salud mental de un pobre adolescente asqueado con su cuerpo. 

El problema de no saber en qué se cree, de no poder creer firmemente en nada, es que uno es capaz de creer en cualquier cosa, pero sólo cuando toca.


6.4.24

El respeto empieza por uno mismo, ministro Puente

A Óscar Puente no le gusta que le llamen feo, pero lo cierto es que entre todos los insultos seleccionados hay muy pocos que se refieran a su físico. Es normal, porque diría que tiene defectos mucho peores y mucho más evidentes. Y el mayor de todos es que por muchos insultos y descalificaciones que reciba, por mucho que se le falte al respeto, nunca nadie se lo faltará tanto como se lo ha faltado él mismo. 

Él fue quien aceptó dar el salto a la política nacional por la puerta del servicio y gracias a sus defectos mucho más que a sus virtudes, cuando su vulgaridad general y su escasa relevancia política hasta aquél momento tenían que servir para humillar al entonces candidato a la Presidencia del Gobierno Alberto Nuñez Feijóo. Fue una de esas jugadas maestras de Sánchez que tanto gustan a los spin-doctors progresistas, en la que se negaba a darle la réplica al aspirante Feijóo para quitarle importancia al ganador de las elecciones y a los pactos que se estaban construyendo en su contra. 

Puente fue el hombre que eligió Sánchez para demostrarnos cuán bajo había que caer para ponerse a la altura de Feijóo. Y nadie duda que cumplió a la perfección con su cometido.

Si Óscar Puente es insultado es, pues, porque ser insultado es su trabajo. Y lo sabe. Prueba de ello es que no siendo el primer político que recibe insultos y no siendo el primero que pone a sus asesores a listar insultos, medios y periodistas, Óscar Puente es muy probablemente el primer ministro que presume de ello en público confundiendo el respecto hacia su persona con el respeto a la democracia. A estas alturas ya es casi imposible saber si esta terrible y totalitaria confusión es sincera o impostada, pero lo que sigue siendo impresionante es la desfachatez con la que se enorgullece en público de lo que tantísimos otros no habrían confesado ni en privado.  

Puente sabe que se ganó el puesto con una humillación pública y que si lo mantiene es precisamente por su capacidad de humillarse públicamente, de convertirse por una semana y las que hagan falta en la enésima cortina de humo con la que este gobierno juega a ver quién se ahoga primero. No es el primero que se encuentra en esta situación, y lo normal sería que acabase como tantos de sus semejantes, volviéndose contra el líder que se lo vendió todo al módico precio de renunciar al más mínimo sentido del ridículo. Como han acabado, por ejemplo, tantos dizque periodistas, con el antaño adorado Pablo Iglesias o con el hasta hace nada temido Cebrián, ahora que el rey ha caído y es otro quién les paga el sueldo y les hace sentir algo menos solos y algo más importantes. La moral de esclavo lleva indefectiblemente al resentimiento, así que lo normal sería que Puente acabase un poco como Ábalos pero en serio, recuperando el orgullo y la dignidad aunque sea demasiado tarde, cuando lo abandonen a él o cuando caiga el sanchismo y empiece a ser aceptable e incluso necesaria la autocrítica. Pero no creo que haya para tanto.

El problema que tiene Puente es que el respeto es un poco como la clemencia, que cuando se pide ya es demasiado tarde. Si tanto le preocupa la salud de la democracia, lo que podría y debería hacer, y lo antes posible, además, es empezar a respetarse un poquito más a sí mismo.