Habrá que agradecer a Podemos su enorme generosidad y sentido de la justicia social, porque si a mí se me ocurriese cómo hacer un supermercado como Mercadona dejaría inmediatamente el Gobierno y me pondría hacer un supermercado como Mercadona. Ellos, en cambio, prefieren hacernos pobres en vez de hacerse ricos.
Esta, como tantas otras ocurrencias revolucionarias de la izquierda, ha suscitado una preocupante, por optimista, reacción en la derecha. El inevitable fracaso, la ruina asegurada que sería este proyecto de supermercados públicos, infunde un extraño optimismo en la oposición basado en ese viejo lema suicida de "cuanto peor, mejor".
La oposición política parece confiar todavía en la inteligencia de los ciudadanos y parece convencida de que tanta tontería les acabará devolviendo el gobierno.
La oposición ideológica y mediática, más largoplacista, parece convencida de que, incluso si todas estas promesas electoralistas le acaban saliendo bien al Gobierno y logran con todos sus equilibrios de movimientos, partidos y partiditos seguir en el poder otra legislatura más, la ruina inevitable a la que nos conducen supondrá un cambio cultural profundo en la sociedad española. Un giro a la derecha que durará décadas y nos devolverá a la senda de la libertad y la prosperidad.
"Que lo intenten", dicen. Que abran este súper de precio justo y veremos lo caro y lo eficiente y lo malo y caducado que estará todo.
Lo que no entienden estos optimistas es que no lo veremos. Que lo que pasaría si lo probasen, lo que pasaría si volvieran ejercer ese derecho a equivocarse que invocan cada vez que perpetran otra barbaridad, es que para hacer de ese el súper más barato de España cubrían sus pérdidas a cargo del déficit público. Y que con eso lo convertirían en el súper de Schrödinger: el más barato y el más caro al mismo tiempo.
Lo que no entienden estos optimistas es que hacia abajo no hay techo. Que siempre es posible caer un poco más. El optimismo es un lujo de pijos y listillos, y es necesario, si no urgente, sustituir el optimismo de la inteligencia por el pesimismo de la voluntad.
Porque este Gobierno, que presume como todos de querer acercarnos y homologarnos a nuestros socios europeos, a los países del norte, que son más limpios, más libres, democráticos y avanzados, como los daneses, lo hace copiando Argentina. Y esta ocurrencia, electoralista pero no sólo electoralista, es sólo una nueva muestra del peligro que esto conlleva.
Se ve en la inquina totalitaria de quien desde el Gobierno señala al ciudadano Roig y pone todo su empeño y el presupuesto habido y por haber en destruir su buen nombre y su buen negocio. Es la fatal arrogancia del legislador que cree saber cómo bajar el precio de la electricidad, de los alimentos, de los alquileres y hasta del fútbol.
Pero también se ve en algo más suyo. En algo más como de retórica de clase. En la fatal arrogancia de la cajera del súper que no entiende por qué Roig y no ella. Que, como Montaigne, se muestra convencida de que no hay explicación para el lugar que ocupamos en la cadena trófica. Perdón, en la cadena de la distribución alimentaria. Que por qué él es él y yo soy yo.
Es muy peligroso, pero muy comprensible, porque tratar con jefes es recordar constantemente que la vida te castiga por tus virtudes incluso más que por tus defectos.
Es una arrogancia que se extiende también entre la derecha molona. Que, incluso mientras todavía se atreve a discrepar de los súpers públicos, empieza sospechar que quizás sí que podríamos hacerlo un poco mejor que las distribuidoras para conseguir pagar mejor a los agricultores y dejárselo más barato a los consumidores. Y como los del medio no riman, que se jodan.
"Para qué queremos tanto transportista y tanto intermediario", preguntarían si se atreviesen. Como si no hubiésemos tenido ya la experiencia de la Covid, cuando, a pesar de la histeria del populacho y de los populistas, de las estanterías del supermercado parecían crecer los rollos de papel de WC como las rosas. Sin porqué.
Y en eso se basa la fatal arrogancia del legislador y la cajera. En su ignorancia, en su olvido y en su atrevimiento. Porque hay que saber olvidar mucho para poder prometer tanta y tan fatal tontería.