Si el pistolero que disparó contra sus compañeros hubiese sido culpable, el debate no debería ser tan problemático. A los culpables se les encierra y se les sacan los cordones de los zapatos y se les saca el cinturón precisamente para que no se maten antes de cumplir sentencia. Porque sabemos muy bien, en contra de lo que decía la magistrada, que no siempre ni ante todo prevalece el derecho a la muerte digna.
A no ser, claro está, que muerte digna sólo sea la que autorice la magistrada.
Se les quitan los cordones y el cinturón porque se cree, claro, que el suicidio es una opción. Que habrá delincuentes que prefieran morir antes que vivir presos y culpables. Que hasta estos extremos llega y tiene que llegar el poder disuasorio de la cárcel, que es una de sus principales funciones junto con el castigo y la reinserción. Y que este poder es, de hecho, el fondo de uno de los más crueles argumentos en contra de la pena de muerte. El de que la muerte no siempre es suficiente pena, que la cárcel es peor.
Si fuese culpable no debería ser tan problemático porque ya sabemos que a los culpables no se les reconoce el derecho al suicidio, asistido o no. Porque se considera que no pueden elegir su sentencia.
El problema que tenemos aquí es que este hombre era, todavía, un presunto inocente. Y que esa condición pesa y tiene que pesar. Que esa condición es, para nosotros los civilizados, sagrada.
Si hubiese sido condenado, si hubiese sido declarado culpable, entonces podríamos haber contemplado una muerte digna. Podríamos haber entendido que también para nosotros una vida en esas condiciones de impedimento, presidio y culpabilidad no sería, simplemente, digna de ser vivida.
Pero el pistolero no llegó a solicitar nuestra compasión ni a pedir perdón. No nos ha dado ni tiempo de ser humanitarios. Hace menos de un año que disparó y hace pocos meses que pidió ser eutanasiado. Y no es un tema menor porque en este caso, tanto por la práctica de la justicia como por la práctica de la eutanasia, time is of the essence. Aunque en sentidos opuestos.
Que la justicia sea lenta, no por prudente y garantista, sino por dejadez o desborde, la hace menos justa. Que la eutanasia sea lenta, en cambio, no la hace menos compasiva o humanitaria, sino más. De ahí la insistencia en que la persistencia en el deseo de morir sea fundamental, por ejemplo. Y que precisamente por eso se considere distinta al suicidio, incluso asistido, que podría ser el impulso de un tremendo que pasa por un mal trance o una mala época.
Pero esta persistencia en el deseo de morir era aquí tan dudosa que la juez rechazó la petición de quedar en libertad a la espera de juicio por considerar que había riesgo de fuga. Y alguien que quiere huir es alguien que quiere vivir en libertad.
Y quizás este sea el problema de fondo, que es de tempos tanto como de principios. Si el juicio hubiese llegado antes que la eutanasia, quizás nos habríamos ahorrado este debate. Pero las cosas han ido al revés porque parecería que ya sólo pueden ir al revés. Que cada vez somos más rápidos (¿y menos garantistas, por lo tanto?) concediendo "muertes dignas" y más lentos celebrando juicios justos.
Que la muerte llegue antes que la justicia podría tomarse como una de esas miserias intrínsecas a la condición humana que lamentan los profetas. Pero que seamos más rápidos ejecutando que juzgando dice algo de nuestra sociedad, y no sé si muy bueno.