El adoleciente obituario de Yolanda Díaz sobre Berlusconi culmina el proceso por el cual el espacio que ella representa, el que ha heredado y que en nuestro país fundó el populismo universitario, ha ido llenando el discurso político de significantes vacíos que despiertan (com)pasiones en lugar de discusiones políticas.
El mensaje de Yolanda es incomprensible, pero sólo hasta cierto punto. Se entiende que incluso cuando habla de la muerte (ajena, como todas) lo que le importa es hablar de sí misma, de su enorme moral y de sus purísimos sentimientos. Y que es así ante el muerto y el vivo y que a ello dedica todos sus esfuerzos y toda su retórica.
Pero por mucho que se pretenda sustituir el lenguaje recto por el exhibicionismo sentimental, las palabras siguen teniendo su significado y la gramática sigue imperando como un dios sobre nuestros tuits, de modo que incluso las frases mal construidas y las palabras mal usadas dicen y significan siempre algo. Aunque sea, como en este caso, lo contrario de lo que se pretende.
Esa es la condena de Yolanda y de 'todes' esos reformadores del lenguaje en el sentido de la justicia social. Porque Yolanda quería presumir de distanciamiento ideológico y savoir faire protocolario, pero terminó lamentando la muerte de Berlusconi de la forma más sentida que se haya visto en nuestras latitudes.
Es como si algo terrible se ocultase siempre tras este lenguaje sentimentaloide con el que habla en nombre de España y de los españoles. De toda esa retórica política de los cuidados, intermitentemente feminista según quien la pronuncie, con la que ha evolucionado la pedantería del núcleo irradiador. Tras esos discursos tan cariñosetes van desfilando los cadáveres de Silvio, Irene, Pablo... y los que vendrán.
Este lenguaje, supuestamente psicológico, pretendidamente terapéutico, pensado para cuidar de los españoles como se cuida a los jubilados americanos en su retiro en Florida, es un discurso eminentemente político, creado por políticos y pensado para la política, y que sólo en ella muestra su auténtica grandeza y sentido. Por eso es tan ridículo y preocupante ver cómo los adolescentes hablan de relaciones tóxicas y cuidados y demás. Porque sólo pueden usarlo para disimular su desconocimiento sobre las relaciones humanas y para justificar esa crueldad tan propia de la edad. Y del poder.
Sólo en política se ve claramente el chantaje y la dominación que hay tras esas lágrimas o la crueldad que se esconde en ese "cuídate" con el que desde la pandemia los jefes firman los correos y que sólo puede leerse como una amenaza. Ese "cuídate" con el que Pablo Iglesias se ve obligado ahora, debemos creer que por primera vez, a hablar muy compungido de lo que sufren su mujer y sus hijos por toda esa violencia política que no es más que el penúltimo capítulo de la pornografía sentimental en la que se ha basado su proyecto político, su partido y su carrera desde el primer día.
Parecería que los viejos partidos, con sus viejos principios y sus viejas retóricas y sus viejas hipocresías, tenían también sus viejos códigos de deshonor para acabar con la carrera de sus rivales. Sabían mandarlos a Europa como quien les daba un ascenso o devolverlos a la vida familiar que nunca habían tenido si la derrota era ya tan humillante que incluso Bruselas parecía demasiado castigo.
Aquí los mandan a volar libres como el Orinoco triste o les hacen ghosting en prime time y delante de toda España porque, como tiraba la Mala Rodríguez por aquí, al final la mayoría de relaciones ya no merecen ni el mal rato de decir "adiós, no eres tú, soy yo".
Y no digamos ya discursos como el de Villacís, que siempre llegan tarde y para consuelo de cínicos, que ven confirmado así que son todos iguales, que todo es un teatrillo, y del bueno, y que es de tontos tomarse sus broncas demasiado en serio.
En realidad, aquí, como en Podemos y en Sumar, el amor entre políticos debería servir para recordarnos que el mal rollo, el insulto y la descalificación son la norma y deben de seguir siéndolo. Es la lección de Berlusconi, supongo. Y de todos los que han venido después. Que esta entente y esta farsa es inmoral. Que lo es si es mentira y lo es si es verdad, porque las diferencias importan y tienen que importar a no ser que queramos, como nos pide Sánchez, conformarnos con ser buenos lacayos de nuestros soberanos.
El adiós de Silvio, de Irene, de Begoña, de tantos y tantas compañeros y compañeras, debería servirnos al menos para no aceptar lecciones morales ni de los más elegantes de los perdedores. Es razonable sospechar que los más buenos quizás sean los peores.