7.4.22

No necesitamos a Zelenski, nos basta con la CUP

Apareció Volodymyr Zelenski y todo el Congreso se puso en pie a aplaudirle. ¿Todo? No. Un pequeño grupúsculo de irreductibles quincemesinos resistía, todavía y como siempre, al más mínimo decoro humanitario. Los dos diputados de la CUP, un podemita y otro del BNG decidieron que Zelenski y su lucha y los muertos ucranianos no eran dignos de su aplauso.

Demostraron así que los malos partidos, como los malos argumentos, son esenciales en democracia. Que la pluralidad democrática, como la libertad de expresión, tiene la imprescindible tarea de demostrarnos dónde está lo cierto, lo bueno y lo bello. Que es de una gran utilidad que haya equivocados, y que haya mentira, y que haya gente grosera, y que haya hasta comunistas, para que podamos ver a las claras dónde se sitúan la verdad, la decencia, la cortesía y la higiene democráticas.

Con su gesto, además, cuperos y compañía hacen un penúltimo servicio a la democracia española y resuelven de una vez por todas el más serio y profundo debate que hemos tenido este último mes. El de saber quién representaba aquí, en nuestro país, en la vida democrática y liberal española, al caballo de Troya del putinismo. Que si era Vox o si era Podemos o si eran los de Carles Puigdemont o si todos ellos.

Y, al final, parece que ninguno. Al final resulta que los auténticos iliberales son los que día tras día, sin trampa, cartón ni disimulo, lo proclaman a los cuatro vientos.

Estará contento Francis Fukuyama. Y nosotros con él, siempre. Porque parece que también en España se fortalecería la democracia liberal tras unos años de susto. Que ahora que Vladímir Putin ha demostrado el verdadero rostro del populismo ya no le quedan ganas a nadie (a casi nadie, recordemos) de jugar al juego de la autocracia y el antiliberalismo.

Pero no sé yo. Que seamos más antirrusos y más europeístas no nos hace necesariamente más demócratas ni más liberales. Por eso que saben y repiten hasta los más centrados de los centristas. La mayor amenaza a las democracias viene de dentro del propio sistema. Y en el centro del sistema están los que aplauden.

Cuando se denuncia, con algo de razón, la deriva autoritaria de nuestras democracias no es sólo ni principalmente por la aparición de partidos supuestamente autoritarios, sino por la tendencia de los partidos y líderes más ejemplarmente liberaldemócratas a ser cada día un poco menos liberales y un poco menos demócratas.

Porque vemos cómo se va imponiendo y se va aceptando como natural y conveniente un incremento de la arbitrariedad, el decreto, las medidas extraordinarias y el paternalismo institucional.

Ayer mismo discutían en la televisión pública dos de estos líderes de opinión, muy serenos y educados y centrados hasta en el vestir, si el dinero de los ciudadanos, nuestro dinero, estaría mejor en nuestro bolsillo o en el suyo, porque se ve que estas cosas ya no están tan claras. Y la señora Christine Lagarde, pulcrísima francesa de impecable acento e indudable moderación y expertise, se preguntaba (retóricamente, por supuesto) si los ciudadanos seremos más felices con ahorros o con trabajo.

Mientras tanto, el no menos experto Fernando Simón discutía con las Autonomías sobre el uso de las mascarillas en interiores antes, durante y/o después de Semana Santa, porque se ve que el virus tampoco entiende de festivos.

En nuestras democracias occidentales, la pluralidad ya hace tiempo que se ha vuelto sospechosa. Para erosionar las instituciones y los valores democráticos nos basta con la vieja socialdemocracia, para defender nuestras fronteras nos basta con los grises y envejecidos burócratas europeos, y ni siquiera para dirigir nuestra economía hacia la ruina necesitamos a ningún peligroso líder populista.

Así las cosas, para salvar la democracia liberal no necesitamos ni el odio a Vladímir Putin ni el amor a Zelenski. Nos basta y nos sobra con poder recordar, de vez en cuando, que existe la CUP.