28.4.22

El futuro de Europa será catalán o será talibán

Cataluña es un ejemplo para Europa. Pero no exactamente el que pretendería el constitucionalismo y mucho menos todavía el que pretenden los independentistas.

Cataluña es ejemplo de hasta qué punto y tiempo es posible mantener una sociedad próspera, más o menos libre y más o menos funcional, instalada en la política ficción. Instalada en aquel abismo que se abre entre nuestros actos y sus indeseables y previsibles consecuencias.

Véase el ya famoso alcalde de Caldes, el que entró en su propia finca hacha en mano para echar a los okupas. 

Los partidos de la oposición, y cabe suponer que los okupas, piden ahora su dimisión. Y debería dársela. No por entrar con un hacha, porque en su propia casa cada uno entra como quiere, sino porque su acción es su fracaso político. Porque su heroísmo contradice su política y porque con sus justificaciones demuestra que todo lo que había de digno e incluso de heroico en su conducta es, en realidad, de una tremenda hipocresía.

Ese heroísmo que le aplauden en las redes tantos catalanes, tan necesitados de hombres como el del vídeo, es en realidad su fracaso. Es el fracaso de alguien que se presentó por un partido que lleva años instalado a su propia izquierda, gobernando con ERC, votando con Podemos y la CUP y tonteando con sus discursos y legislando leyes antidesahucios un poco por contentar a la izquierda y un poco por molestar a España.

El vídeo es el fracaso político e ideológico de un hombre y un partido que han gobernado en contra de sus propios intereses y que ahora se ha dado de bruces con la sucia realidad. 

En esta lamentable situación, el alcalde debería dar ejemplo. Y el ejemplo que debería dar es el de un hombre que, asaltado por la realidad, o cambia de ideas, o cambia de partido o empieza a trabajar en serio por cambiar la mismísima realidad. Pero todo el ejemplo que puede dar es el de un hombre y un partido que han aprendido a convivir, de forma aparentemente apacible, con una realidad en la que que no existe o no se contempla relación alguna entre lo que se vota y lo que se sufre. 

Ahí queda su patética carta, en la que se explica por el miedo y no por la valentía, como testimonio de una época y un lugar en el que los políticos sólo piden perdón cuando tienen razón.

Suele confiarse en que al final la realidad nos despierte, a menudo a base de hostias, de nuestras ensoñaciones y agrandamientos. En eso confían estos días muchos pesimistas que creen que Marine Le Pen terminará por gobernar pero que será corregida por el sistema. Y en eso confiaban, de hecho y hasta hace poco, muchos optimistas que creían que bastaba relacionarla con Putin y sacar sus viejas boutades para acabar con su carrera política. Que una cosa era hablar bien de Putin para hacerse la chula y la alternativa a los debiluchos centristas en época de normalidad y otra era hacerlo en plena guerra con Ucrania.

Pero el 41% de los votantes franceses les han dicho que no se lo creen o que les da igual, y la lección catalana es que en esa indiferencia se puede vivir muy bien y muy cómodamente durante mucho tiempo. Que es fácil vivir sin que la realidad tenga nunca la última palabra porque siempre hay una instancia superior a la que recurrir y a la que responsabilizar de las desgracias que nos ocurren por nuestra mala cabeza. No hacía falta irse a la Francia de Le Pen ni venirse al Caldes del alcalde del hacha. Nos basta ver qué tipo de excusas usó Pedro Sánchez durante la pandemia y qué tipo de excusas usa ahora durante la inflación. 

Por muy aliviados que estén estos días los más europeístas de todos, lo cierto es que esta política ficción es un proyecto tan suyo como el Erasmus. Y que es ese proyecto europeo el que por su propia y doble naturaleza, de proyecto y de europeo, fomenta una irresponsabilidad creciente de los gobiernos locales o nacionales. La lógica europea es que ofrece siempre una salida por arriba y la lógica del proyecto es que nadie sepa exactamente qué se proyecta ni quién lo hace ni hacia donde pero que todo el mundo entienda y asuma que hay una dirección que es única y necesaria y que es, por lo tanto, incuestionable. 

Por eso la lógica catalana es ya la lógica europea. Les va pasando lo mismo a los Estados en Europa que a Cataluña en España. A mayor integración, más incentivos a la irresponsabilidad y más excusas para justificarla. No se trata, por lo tanto, de romper con Europa en el caso de Le Pen o con el PSOE y con España en el caso de los indepes, sino de usarlos como excusa de todos sus males. 

Quizás la alternativa sea peor. Quizás debamos acostumbrarnos a la idea de que el futuro de Europa será catalán o talibán. Y supongo que por eso decía Francesc Pujols que algún día, los catalanes, por el hecho de serlo, iremos por el mundo y lo tendremos todo pagado.

21.4.22

Aragonès congela al independentismo

Pere Aragonès congela sus relaciones con el Gobierno. Es el verbo justo. Romper relaciones sería un jaleo. Podría ser costoso. Habría que hacer cosas, romper pactos, incluso gobiernos, y quizás hasta perder poder. Pero congelar es justo dejar las cosas como están.

Algo más frías, claro. Como distantes. Allí, metidas en el congelador, que no siempre está a mano, con las croquetas de la abuela o el cadáver de Walt Disney. Como si no hubiese pasado el tiempo y con la ilusión de que cuando queramos y nos convenga o apetezca podamos descongelarlas y seguir como si nada.

Pero por ahora las relaciones están congeladas y no pueden avanzar, insistía Aragonès en su lamento. Porque es cierto que para un progresista este parón es fuerte. Porque parar es siempre parar el progreso.

Pero esta es, en realidad, una muy buena noticia para el independentismo, que hace mucho tiempo que no avanza, pero ahora al menos parece que es porque a él no le da la gana.

Y mientras sus relaciones con el Gobierno están congeladas, el independentismo no tiene que asumir los costes de estar ni los de no estar. Ni de romperlo, ni de mantenerlo calentito, con ese caloret faller que le da vidilla y le permite seguir haciendo las cosas chulísimas que ha venido a hacer, pero que no parece que tengan nada que ver con pactar un referéndum de independencia a corto plazo ni nada por el estilo.

Además de darle la indignada distancia con el Gobierno y pasearse por Europa diciendo que España no es una democracia plena y esas cosas, esta es una muy buena noticia para el independentismo porque ahora puede dedicarse a lo que de verdad le gusta: a cargarse de razones.

La gracia del software y de este escándalo es que, eso repiten, no podía usarse para espiar a partidos de la oposición. Y su uso demuestra, por lo tanto, que el Gobierno no trataba al independentismo como una molestia democrática más, sino como una amenaza seria que justificaba el uso de medidas excepcionales.

Es, en definitiva, una prueba más de que el Estado, que ahora es el Gobierno, y que volverá a ser el PP cuando convenga, se tomó al independentismo más en serio de lo que el independentismo se tomaba y se toma a sí mismo.

Baste decir que con esta misma polémica que ahora presentan como casus belli, el anterior presidente del Parlament, Roger Torrent, había presentado una novelita de ciencia ficción hará uno o dos Sant Jordis. Titulada, justamente, Pegasus. Y sobra añadir que, en su tuit de denuncia, Oriol Junqueras presumía de ser víctima del mayor caso de espionaje del mundo.

Han vuelto a hacer historia. Y el mundo, de nuevo, los mira. Con la novedad, además, de que esta vez parece que tienen razón. Y que tendrán que dársela los tertulianos y se la darán, porque aquí y de momento lamentarse por los excesos anónimos sale gratis. Porque nadie saldrá a rebatirlos y porque nadie saldrá a defenderse, ofendido, porque no se puede acusar a nadie en particular.

Es la burocratización de las cloacas del Estado, que garantiza la sana indignación de los últimos liberales y la irresponsabilidad de los anónimos infractores. Si el software lo ha comprado España, es que lo hemos comprado todos. Es decir, que no lo ha comprado nadie.

El independentismo andaba necesitado de noticias como esta. Que les permitan acusar a la podredumbre de todo un régimen sin tener que asumir la responsabilidad de acusar a nadie que pueda defenderse ni tomar ninguna decisión difícil o costosa.

Que le permita guardar, así, una justa e indignada distancia con el Gobierno, que en realidad es una distancia con el Estado español, y que más pronto que tarde volverá a ser una distancia con el PP y la derecha española. Y que justificará, en último término, fingir que se creen las explicaciones que les vaya a dar Pedro Sánchez y seguir implicándose cada día más en la profunda y siempre urgentísima reforma de la democracia española, al lado del PSOE y de lo que quede a su izquierda.

Darán más vuelta, pero volverán a lo mismo. Porque no pueden ir a ninguna otra parte. Porque no pueden ser cómplices de la caída de este Gobierno. O, mejor dicho, no pueden ser cómplices de la llegada de un gobierno del PP y de Vox.

No por principios tan pulcramente democráticos como los de Eduardo Madina, claro. Sino, simplemente, porque han aprendido las lecciones del procés. Han perdido la vieja ilusión de que la derecha es una fábrica de independentistas y que contra el PP se secesiona mejor.

Con su débil, triste y cobarde soledad, y con su desesperada dependencia de Sánchez, el independentismo nos da la medida justa de lo mal que tienen que ir las cosas en este país para que puedan empezar a ir mejor.

17.4.22

Llamar genocida a Putin equivale a un compromiso

Se va extendiendo el convencimiento de que Vladímir Putin, muy a su pesar, ha venido a salvar la democracia y la libertad después de unos años de dudas y escepticismo. Para que sea cierto, el primer paso debería ser devolverle a las palabras su sentido. Y, en consecuencia, su valor.

Nada de eso depende de él, sino de nuestra respuesta. Sólo un cínico podría pensar que Putin llamaba nazis a los ucranianos y a su presidente para recordarnos, con esa fina ironía que gastan los mejores pedagogos, que está muy fea esta costumbre que tenemos de la reductio at hitlerum. Para recordarnos que deberíamos dejar de acusarnos de nazis, de lazis, del retorno del fascismo, la derecha extrema o de la extrema derecha, de parecernos muy mucho a Joseph Goebbels o de ser la reencarnación del mismísimo führer.

Que no hay que banalizar estas cosas, vamos.

Pero por mucho que ahora nos creamos más demócratas que hace un par de meses, por aquello de no querer parecernos a Putin, no veo yo que Occidente y las democracias estén por la labor de frenar la devaluación de las palabras y, por lo tanto, de la democracia. Llevamos ya dos meses gritándole a Putin "¡y tú más!", y ahora hasta el presidente Joe Biden se ha atrevido a llamarle ni más ni menos que genocida.

Y estas son dos cosas de enorme gravedad. La acusación, claro, y que la haga el presidente de los Estados Unidos. Porque por mucho que intenten negarlo sus asesores, esta acusación tiene serias e inevitables consecuencias.

Por eso hay que ser muy precavido al jugar con estas palabrotas. Porque no es lo mismo decir que Putin es un asesino que decir que es un criminal de guerra o un genocida. Con un asesino se puede pactar, negociar, hacer la paz y hasta las paces. Pero con un genocida, no.

La acusación de genocida no es como cualquiera de esas otras que se lanzan a lo loco en una tertulia o en un Parlamento. La palabra genocidio no es un insulto ni un diagnóstico, sino una promesa.

No es ni puede ser la descripción ni la explicación técnica y fría de un politólogo o un historiador con prisas, sino el más serio y grave compromiso del líder del mundo libre. La promesa de hacer todo lo posible e incluso lo imposible (si es que lo imposible es posible) para parar el genocidio y para llevar a su responsable ante un tribunal, sea humano o divino. Y es, además, una de esas rarísimas promesas que un político no puede hacer ni incumplir impunemente.

En realidad, la acusación de Biden no es ni más ni menos que la promesa de una tragedia. Porque, por un lado, cumplirla es entre imposible y peligrosísimo. Y, por el otro, el precio de incumplirla es enorme.

No se puede tratar a Putin de genocida y dejarlo campar a sus anchas. Y no creo que sea sensato promover el cambio de régimen en Rusia sin estar ya avanzando hacia Moscú antes de que nos pille el invierno. No sé si Biden cuenta o puede contar con el apoyo de algunos oligarcas tiranicidas o con un golpe de Estado en Rusia, porque qué sabré yo.

Pero sí sé que no se puede acusar a Putin de genocida sin liderar al mismo tiempo una escalada bélica sin precedentes por aquello de que en esta Tercera Guerra Mundial ya todos, los buenos y también los malos, tenemos armas nucleares.

Y si no está Biden ni estamos nosotros dispuestos a luchar y morir (pero esta vez de verdad, no como en el Metropolitano), en una guerra contra el mal, entonces la acusación es, en sí misma, una irresponsable muestra de debilidad. Otra más. Tras la debilidad que mostró Barack Obama en Siria, dibujando sobre el mapa sucesivas líneas rojas que la sangre fue cubriendo una tras otra, o la más reciente que mostró el propio Biden huyendo de Afganistán como lo hizo.

Calculaban entonces que este era un ridículo puntual que pronto se olvidaría y que no tendría mayores consecuencias, pero aquí estamos.

Por si lo habíamos olvidado, estos días han venido nada menos que Will Smith y los amigos del Xokas a recordarnos que un hombre débil es más peligroso, para sí mismo y para los suyos, que un macho ibérico. Y en política internacional, nos lo están recordando Putin y Biden cada uno por su lado, la debilidad de los buenos es incluso más peligrosa que las armas nucleares en manos de los malos.

14.4.22

¿Cuál es ese 'consenso democrático' del que habla Eduardo Madina?

Se preguntaba el otro día un periodista que por qué le habían dedicado tantos artículos a Éric Zemmour, con lo mal que le ha ido, y tan pocos a Jean-Luc Mélenchon, a quien le ha ido mucho menos mal.

Quizás sea, simplemente, porque la función del periodista no es la misma que la del publicista o la del pitoniso, y que el fenómeno Zemmour parecía entonces mucho más interesante que el de Mélenchon. Quizás sea por la novedad de Zemmour, por el miedo que da la derecha o por la suma de las dos cosas y del insaciable afán de click del periodismo contemporáneo. Será, en definitiva, porque el miedo vende y porque la derecha da más susto que la izquierda.

Ese es el consenso democrático del que hablaba Eduardo Madina.

Ese equilibrio de sustos y silencios por el que se interrogaba el periodismo, tarde como siempre, con el pescado ya vendido, y que determina que en el consenso democrático de Francia, por ejemplo, cabe perfectamente Mélenchon, pas de panique, pero no caben ni Zemmour, ni Marine Le Pen, ni esa pobre y ordenada derechosa que anda ahora pidiendo limosna para pagarse la campaña. 

Es un consenso democrático en el que, en España, caben perfectamente Podemos y EH Bildu pero donde no caben, por supuesto, ni Vox ni, parece ser, el PP. Es el consenso que exige que usemos muy fuerte nuestro sentido crítico para llegar, cada uno por su lado de la acera, al mismo y socialdemocrático punto. 

Claro que se puede ser de derechas, siempre que se hable, como exigía Jordi Évole, de PA-TRI-AR-CA-DO. Por supuesto que se puede ser del PP, concede Madina, siempre que se distinga muy claramente entre violencia intrafamiliar y violencia machista. Y que se crea o se finja creer que la violencia machista es la que se ejerce contra todas las mujeres por el simple hecho de ser mujeres, o que se ejerce sólo contra algunas por no querer quedarse en la cocina, o por dos o tres contradicciones más que ahora no recuerdo.

Y hay que diferenciar también y muy a las claras entre violencia simbólica, psicológica y material. Y que hay que darle valor a esa violencia, que es algo que tampoco sé lo que quiere decir, pero que seguro que también es importantísimo e incuestionable. 

No hace falta entrar ahora a discutir sobre la conveniencia o la necesidad de diferenciar entre violencia machista o intrafamiliar. Ni siquiera hace falta ponerse a imaginar qué lugar ocupaban el PSOE y España misma en este consenso democrático hace, pongamos, diez años, cuando perder el tiempo en estos tecnicismos moralistas hubiese merecido una sonora risotada de muchos de los demócratas que ahora los perpetran con tanta seriedad.

Sabemos perfectamente que "consenso democrático" es lo que dicten el PSOE y sus voceros en cada momento, así que tampoco tendría sentido recordar aquí los consensos que han roto ellos en nombre del progreso, de la justicia social o incluso de la nada, en medio de ese atronador silencio impuesto por la voluntad y conveniencia del presidente Pedro Sánchez, y que van desde EH Bildu hasta el Sáhara pasando por la presunción de independencia de la justicia.

Tampoco hace falta recordar lo que hacían y decían estos pobres insomnes por culpa de la extrema derecha cuando aparecieron los populistas quincemesinos con sus laclaus y sus mouffes bajo el brazo. Lo interesantes y sugerentes y lo inteligentes y necesarios que les parecían entonces los debates cuestionándolo todo, la democracia liberal y el régimen del 78 y la OTAN y las drogas y la propiedad privada de los medios de comunicación y etcétera que esos jóvenes académicos engagés ponían sobre la mesa.

Y cómo tuvo que llegar Vox para que se les congelase el rictus e incluso las ideas y el gusto por la pluralidad democrática y por la vivacidad del debate público a estos sesudos politólogos. 

Ahora mandan ellos y ahora toca consenso democrático. Y aquí, como en Francia, como en tantas otras de estas presuntamente moribundas democracias que tanto nos preocupan, la pregunta urgente es a cuánta gente, a qué porcentaje del electorado puede dejarse fuera del consenso democrático sin que deje de ser consenso o deje de ser democrático.

¿Podría ser que en Francia sólo el 23% del electorado esté dentro del consenso democrático? ¿Podría ser que en España no llegase ya al 50%? ¿Y qué habría que hacer entonces? ¿Llorar más fuerte? ¿Poner cara todavía más seria y más deeply concerned? 

Romper algunos consensos, incluso consensos muy democráticos, es exactamente el papel que las democracias liberales reservan a los partidos y tertulianos de la oposición. Porque en una democracia el consenso no es nunca un fin en sí mismo. El consenso es, en el mejor de los casos, un premio a la libre discusión.

Y, en el peor, como el de Madina, es sólo la excusa para intentar acabar con el disenso. Para tratar de cerrar, siempre en falso, la discusión libre y auténticamente democrática.

7.4.22

No necesitamos a Zelenski, nos basta con la CUP

Apareció Volodymyr Zelenski y todo el Congreso se puso en pie a aplaudirle. ¿Todo? No. Un pequeño grupúsculo de irreductibles quincemesinos resistía, todavía y como siempre, al más mínimo decoro humanitario. Los dos diputados de la CUP, un podemita y otro del BNG decidieron que Zelenski y su lucha y los muertos ucranianos no eran dignos de su aplauso.

Demostraron así que los malos partidos, como los malos argumentos, son esenciales en democracia. Que la pluralidad democrática, como la libertad de expresión, tiene la imprescindible tarea de demostrarnos dónde está lo cierto, lo bueno y lo bello. Que es de una gran utilidad que haya equivocados, y que haya mentira, y que haya gente grosera, y que haya hasta comunistas, para que podamos ver a las claras dónde se sitúan la verdad, la decencia, la cortesía y la higiene democráticas.

Con su gesto, además, cuperos y compañía hacen un penúltimo servicio a la democracia española y resuelven de una vez por todas el más serio y profundo debate que hemos tenido este último mes. El de saber quién representaba aquí, en nuestro país, en la vida democrática y liberal española, al caballo de Troya del putinismo. Que si era Vox o si era Podemos o si eran los de Carles Puigdemont o si todos ellos.

Y, al final, parece que ninguno. Al final resulta que los auténticos iliberales son los que día tras día, sin trampa, cartón ni disimulo, lo proclaman a los cuatro vientos.

Estará contento Francis Fukuyama. Y nosotros con él, siempre. Porque parece que también en España se fortalecería la democracia liberal tras unos años de susto. Que ahora que Vladímir Putin ha demostrado el verdadero rostro del populismo ya no le quedan ganas a nadie (a casi nadie, recordemos) de jugar al juego de la autocracia y el antiliberalismo.

Pero no sé yo. Que seamos más antirrusos y más europeístas no nos hace necesariamente más demócratas ni más liberales. Por eso que saben y repiten hasta los más centrados de los centristas. La mayor amenaza a las democracias viene de dentro del propio sistema. Y en el centro del sistema están los que aplauden.

Cuando se denuncia, con algo de razón, la deriva autoritaria de nuestras democracias no es sólo ni principalmente por la aparición de partidos supuestamente autoritarios, sino por la tendencia de los partidos y líderes más ejemplarmente liberaldemócratas a ser cada día un poco menos liberales y un poco menos demócratas.

Porque vemos cómo se va imponiendo y se va aceptando como natural y conveniente un incremento de la arbitrariedad, el decreto, las medidas extraordinarias y el paternalismo institucional.

Ayer mismo discutían en la televisión pública dos de estos líderes de opinión, muy serenos y educados y centrados hasta en el vestir, si el dinero de los ciudadanos, nuestro dinero, estaría mejor en nuestro bolsillo o en el suyo, porque se ve que estas cosas ya no están tan claras. Y la señora Christine Lagarde, pulcrísima francesa de impecable acento e indudable moderación y expertise, se preguntaba (retóricamente, por supuesto) si los ciudadanos seremos más felices con ahorros o con trabajo.

Mientras tanto, el no menos experto Fernando Simón discutía con las Autonomías sobre el uso de las mascarillas en interiores antes, durante y/o después de Semana Santa, porque se ve que el virus tampoco entiende de festivos.

En nuestras democracias occidentales, la pluralidad ya hace tiempo que se ha vuelto sospechosa. Para erosionar las instituciones y los valores democráticos nos basta con la vieja socialdemocracia, para defender nuestras fronteras nos basta con los grises y envejecidos burócratas europeos, y ni siquiera para dirigir nuestra economía hacia la ruina necesitamos a ningún peligroso líder populista.

Así las cosas, para salvar la democracia liberal no necesitamos ni el odio a Vladímir Putin ni el amor a Zelenski. Nos basta y nos sobra con poder recordar, de vez en cuando, que existe la CUP.