21.10.24

¿Votar a Trump para salvar la democracia?

Esto que hace el Gobierno de manifestarse contra sí mismo es cada vez más habitual pero no por ello menos inquietante.

Porque demuestra que su prioridad no es que sus políticas funcionen, y darse tiempo y darse argumentos para que puedan hacerlo.

Su prioridad es que se le juzgue por el simple hecho de "implementar medidas", de "hacer algo para..." y, en el mejor de los casos, por sus bonitas promesas y su buena voluntad.

Es la perfecta aspiración autocrática, en la que se entendería sin rechistar que todo su poder será siempre insuficiente y que, por lo tanto, toda responsabilidad que le pidamos será excesiva.

Es una aspiración muy comprensible y habitual en el poderoso, pero que en Estados Unidos parece ir tomando una forma ya madura y bien desarrollada. En la figura de Joe Biden, que formalmente sigue siendo el presidente, aunque nadie sepa desde cuándo no ejerce.

Y especialmente con Kamala Harris, sucesora en el formalismo y la irresponsabilidad.

Una Kamala que, como el mismísimo Sánchez, se negaba a responder como vicepresidenta lo que había dicho como aspirante. "¡Era un debate!", decía riendo. Eran otras circunstancias, era otra Kamala.

La reñida carrera a la Casa Blanca: Trump y Harris, empatados en 7 estados clave a 2 semanas de las elecciones

Porque también ella cambia de opinión según cambian las circunstancias (que no los hechos). También allí los listos presumen de soplar de favor del viento. Porque también allí lo importante es que sus valores siguen siendo los mismos.

Qué valores sean esos es algo que parece que no suelen preguntarle a Kamala y que tampoco sabría explicar. Porque, ¿qué valor tendría un valor que a nada compromete? Un valor que no compromete a nada es un valor que nada vale y que todo lo justifica.

Por eso Kamala, como Sánchez, puede hacer cualquier cosa y su contraria sin inmutarse ni sorprender a nadie. Puede poner aranceles a los coches chinos o quitarlos, puede abrir fronteras y cerrarlas, puede apoyar a Israel, a Palestina, a Ucrania, o a la paz mundial.

Como puede solucionar el problema de la vivienda topando los precios, construyendo más, o haciéndolo todo al mismo tiempo.

Lo único que no pueden hacer es explicar por qué.

Lo que nunca podrían hacer es dar cuenta de sus decisiones y responder por los efectos de sus políticas. Porque esas decisiones ya no son propiamente suyas, sino de entes que ni ellos ni nosotros nos atreveríamos a nombrar. A veces se habla del deep state, conspiranoicos.

O de los países de nuestro entorno, sanchistas.

O del sentir de la gente, chamanes. 

Porque hace nada, dos telediarios, solía criticarse a los gobernantes que legislaban al dictado de las encuestas de opinión. Pero al menos ellos podían tomarse en serio aquello de vox populi, vox dei.

Ahora sabemos que todo presidente tiene a su Tezanos y que la debida obediencia a la opinión pública no es más que la obediencia a los dos o tres politólogos con ínfulas de Maquiavelo que el presidente tenga a sueldo. En el mejor de los casos.

En el peor, pues vaya usted a saber. 

La senilidad de Biden (evidente por cierto y desde hace años para cualquier fachosfero) está sirviendo para normalizar esta profunda anomalía democrática. Porque ningún centrista moderado osaría meterse con un pobre viejo enfermo al que no cabría llamar fascista o tirano.

Y, sobre todo, porque ningún centrista moderado entenderá que más peligroso que el poder de un tirano podría ser el vacío que deja en su retirada. Que la peor forma de Gobierno es el perfecto y anónimo dominio de fuerzas desconocidas, supongo yo que parecidas a las que ahora mismo lideran Estados Unidos en sus guerras con Rusia e Irán. 

La ausencia de Biden podría haber sido una curiosidad histórica si hubiese tenido sustituto, que es algo poco habitual, pero perfectamente previsible y previsto en la Constitución americana.

Pero ahora la ausencia de Biden es también la ausencia de Kamala, que es quien debía ocupar pero no ocupó su lugar. Y se extiende como una sombra ya no sólo sobre su campaña, sino sobre su futurible presidencia.

Kamala empezaría como Biden acabó, que es algo que los insultos de Trump de hace algunos días apuntaban para los muy listos, pero no nos explicaban a los demás.

Kamala empezaría como acabó Biden: en manos ajenas y desconocidas, ocupando un cargo vacío en función de ser quien es y, sobre todo, de no ser quien no es. Y con una legitimidad absoluta, por ser literalmente irresponsable, para hacer en cada momento "lo que toque". 

Visto lo visto, es perfectamente normal y comprensible que tantas buenas gentes, a la espera de un poco de tranquilidad, gerencia y unos buenos años de pax tecnocrática, se sientan tentados o incluso deseosos de un escenario postpresidencial como este.

Como perfectamente normal y comprensible es que muchos demócratas rechacen instintivamente este cambio de régimen y se conformen con tener presidente cuatro años más, por malo que sea, para tener al menos a alguien a quien poder culpar hasta del mal tiempo.


7.10.24

Israel nunca fue víctima

Un año después, y según los críticos más razonables, "Israel ha pasado de ser visto como víctima a ser visto como verdugo".

Pero Israel nunca fue víctima. Israel fue verdugo desde el mismo día 7 y el 8 el pescado se envolvía ya con un mundo en vilo a la espera de las represalias de Netanyahu.

Y Macron, moderado, ha querido celebrar el aniversario pidiendo que se deje de suministrar armas a Israel porque la guerra exige una claridad moral que el centrismo europeo no está preparado para ofrecer.

El macronismo quiere situar como suele a los contendientes en dos extremos equidistantes al centro virtuoso que representa. Y certifica así que Judith Butler está muy bien acompañada al considerar que Hamás y Hezbolá forman parte de la izquierda global.

Esta bonita coincidencia muestra a las claras la inclinación de la balanza ideológica occidental. El centro coincide con la izquierda atribulada en el diagnóstico pero no todavía en la cura. Porque el centro prefiere abstenerse y dejar que la historia le haga el trabajo sucio.

Así se ve cómo también aquí, tanto en Gaza como en París, el extremo centrista acaba favoreciendo a la izquierda porque mientras a la extrema derecha se la castiga, a la extrema izquierda siempre se la pretende reeducar y devolver al redil de la cordura y el consenso progresista.

La claridad moral que exige la guerra es de una enorme incomodidad, pero parte de una constatación objetiva y muy simple: Israel son los nuestros. Hay un ellos y hay un nosotros e Israel son los nuestros.

Porque Israel es una democracia, porque su estilo de vida es nuestro estilo de vida y porque sus enemigos son nuestros enemigos. Incluso aunque muy a menudo sea a nuestro pesar.

Y nada de esto implica que no se pueda criticar a Israel en general ni a Netanyahu en particular. Ni quiere decir que lo hagan todo bien ni ninguna de estas cosas que da un poquito de vergüenza tener que escribir entre adultos.

Lo único que quiere decir, y no es poco, es que las críticas a Israel son las críticas a un país amigo que vive tiempos especialmente difíciles y que por eso es una crítica un poco más complicad a incómoda de lo que nos gustaría.

Porque es y tiene que ser una crítica por su bien, por su beneficio, y no por el de sus enemigos. Es la crítica de quien pretendería saber mejor que los propios israelíes qué es lo mejor para su supervivencia a medio y largo plazo.

Una crítica, en fin, en la que fácilmente pareceríamos ese Macron enfundado en camiseta de camuflaje para reunirse con Zelenski, porque es una crítica básicamente militar, que está mucho mejor en manos de los estrategas del mal menor que de los presuntos virtuosos.

Ninguna de todas estas críticas bienpensantes del último año se está haciendo en este sentido. Todas las críticas que Israel recibe, incluso de sus presuntos aliados, como el extremadamente coherente y centrista Macron, se hacen en el sentido de dejarlo más indefenso y más solo frente a sus enemigos existenciales.

Porque todas ellas parten de la simple constatación de que Israel nunca fue víctima, sino que siempre ha sido verdugo.

Y eso lo sabe perfectamente Netanyahu, que entiende perfectamente que Israel está solo, o a una mala noche en Ohio de quedarse completamente solo frente a todos y cada uno de sus enemigos, y ante la indiferencia del resto del mundo civilizado.

Para cualquier gobernante israelí es evidente que no puede confiar la seguridad de su país a las peticiones de alto al fuego de Macron y el centrismo europeo, o a la firmeza y el coraje de Joe Biden o de su posible sucesora Kamala Harris. Habría que ver hasta qué punto esta retórica no explica mucho mejor la situación actual que la supuesta ceguera del presunto fanático Netanyahu.