Esta no será una segunda ley del sà es sÃ.
Esta ley no es un error evidente, avisado, de consecuencias nefastas, previstas y previsibles, que acabará teniendo aunque sea lo sea mÃnimo coste polÃtico para sus autores y que deberá finalmente enmendarse para volver a la senda de la cordura.
Aquà no hay vuelta posible.
Porque todos los defectos morales y procedimentales que podamos encontrar esta ley son perfectamente excusables. Porque una ley que, como dicen, amplÃa derechos y libertades es una ley que por definición no puede estar equivocada.
No puede estarlo porque sus intenciones y sus pretensiones no pueden ser explicitados ni cuantificadas ni pueden por lo tanto sus resultados compararse con la realidad. No puede estarlo, además, porque todos los efectos negativos de la ley recaen sobre los propios transexuales y su libre voluntad. Todo posible arrepentimiento, por ejemplo, serÃa culpa de sus propias decisiones o en el peor de los casos de la retrógrada influencia de su familia o de su entorno social.
Es una ley que, por eso, se parece mucho a la ley de la eutanasia, tanto en la bondad de sus intenciones como en el relativo horror de sus consecuencias. También la ley de la eutanasia es un éxito indudable si nos fijamos en la alegrÃa con la que sube el número de solicitantes. Y sólo para algunas viejas conciencias cristianas parece ser un espantoso fracaso cuando normaliza la eutanasia de adolescentes deprimidos o de viejos que no quieren ser una carga o de pobres que no quieren morir pero a los que es mejor y por dignidad no seguir compadeciendo con limosnas.
La ley trans tampoco permite el error, y por el mismo motivo. Porque es una ley basada en el rechazo explÃcito a cualquier árbitro fundamental. Es una ley sin metafÃsica, sin ciencia y sin consenso.
Sin metafÃsica por ser una ley que pretende superar, dejar atrás para siempre, los viejos prejuicios religiosos. Sin ciencia, porque se justifica por un dualismo que, fuese cristiano o cartesiano, es simplemente injustificable para el cientifismo moderno. Y sin más consenso social que el que la convicción del dogmático impone sobre la duda razonable del cobarde.
Su único fundamento es la voluntad del legislador que funda derecho y su única justificación es la voluntad del menor que funda realidad. Pero con ello olvida y a conciencia que estas dos voluntades no son fácilmente compatibles.
Es algo que vemos constantemente en todos y cada uno de los debates que nos plantea el feminismo gubernamental, donde la libre voluntad de la mujer es ley o es mera palabrerÃa según coincida en cada momento con las convicciones ideológicas o los intereses propagandÃsticos del Gobierno.
También esta ley, como la ley de la eutanasia, tendrá sus excesos. También aquà veremos transicionar a jóvenes dubitativos o a adolescentes acomplejados por su cuerpo y por su entorno. Pero tampoco aquà sabremos cómo ponerle freno legal porque simplemente no sabemos qué fundamento oponer a la libre voluntad de los individuos.
Por eso, dejar a los menores a merced de su libre voluntad es tanto como dejarlos a merced de las modas ideológicas y del poder polÃtico, que las dicta o la sigue, según el poder y el momento, pero que es siempre incapaz de resistirse a ella por presunta virtud democrática.
Hasta las Derry Girls saben que ningún adolescente quiere ser auténtico en solitario. Y que es por eso por lo que el fenómeno del contagio trans no es muy distinto al de la moda skater o del juego del diábolo que nos asaltaron en mi juventud, pero es mucho más trágico porque no puede abandonarse en un altillo y porque sus consecuencias son para toda la vida.
La función del adulto, del padre, que esta ley no sólo desprecia sino que penaliza, es la de frenar la libre voluntad del hijo. Echarle un pulso a la pandilla, a la sociedad y las peores de las veces incluso al Gobierno, en defensa del interés a largo plazo del menor. Todo intento de proteger a los niños de sus retrógrados padres los acaba dejando solos frente al enorme poder del Gobierno de turno o de los vaivenes ideológicos de las modas sociales.