24.11.22

¿Es Pedro Sánchez el Joker?

Pedro Sánchez parecía el Joker. Y estas cosas, como nos enseñaron los spin doctors de la nueva política, rara vez son casuales. Ese traje color berenjena y esas risotadas que de tan exageradas, de tan obscenas, incomodan más a quien las ve que a quien las finge. Eso tenía que estar preparado porque de eso trataba precisamente ese debate: de incomodar a la oposición política y mediática.

Y porque de eso trata también este Gobierno. De exagerar tanto la felicidad que todos los demás parezcamos tristes hombrecillos, amargados por vicio.

Se ve incluso en el empeño en seguir siendo, a pesar de gobernar, la auténtica oposición al sistema. A ese sistema mediático y económico que conspira en las sombras para arrebatarle el poder que legítimamente le ha concedido el pueblo. Ser Gobierno y oposición al mismo tiempo es un privilegio raro que deja, además, sin trabajo ni sentido, empequeñecida y como apocada, a la oposición.

Hay además, es cierto, un cierto nihilismo en Pedro Sánchez. Una aparente satisfacción en ver arder el mundo a su alrededor. Nunca ha parecido más presidente que durante la pandemia y las reuniones internacionales por la guerra en Ucrania.

Pero el suyo es un nihilismo jovial, frívolo, juvenil incluso, que la derecha nunca entenderá porque se basa en esa fe auténtica en el futuro, en que el tiempo corre siempre a su favor y le dará la razón que caracteriza al verdadero izquierdista.

Todo el diagnóstico de la derecha es comprensible y real, pero todas sus preocupaciones son gratuitas. Desde la justicia hasta la decadencia de Occidente pasando por la Guardia Civil en Navarra, la rebaja de la sedición en Cataluña e incluso la ley trans.

El cortoplacismo de los Presupuestos, los trapicheos de votos y apoyos, todo ese cortoplacismo está en realidad en los miedos, manías y urgencias de sus críticos. Porque todas y cada una de esas negociaciones se hacen en nombre del futuro, y no del poder.

Sánchez no tiene, es verdad, ningún argumento para responder a las acusaciones de una derecha cada vez más preocupada, cada día más tremendista (y no sólo por estar en la oposición). Contra el pesimismo, siempre justificado, y seguro que hoy más que ayer, a Sánchez cree que le basta esa risotada tan histriónica como los antiguos bailes de Miquel Iceta.

Why so serious? ¿A qué viene tanto dramatismo?

No dramaticen, hombre. España no se rompe, la Fiscalía General del Estado nos da la razón y Europa, palmaditas en la espalda y dineros. Y con eso nos basta y nos sobra.

No hay destrucción de España por abajo, sino disolución de España por arriba, en Europa. Lo que hay es un proyecto europeo que comparte todo el mundo y que compartiría entusiasmado ese Joker socialdemócrata que encarnaba Joaquin Phoenix y que tanto éxito tuvo entre la izquierda materialista, convencida de que todos los problemas del mundo se solucionan con mayor gasto social.

Es un Joker que todo lo que puede y quiere ofrecerle al viejo mundo que arde es gasolina y política de cuidados. Más gasto, mejor sanidad, mejor educación, mejores prestaciones sociales.

Y es, sobre todo, el Joker de ese chiste final que tanta gracia les hace contarse y que no nos explican porque "no lo entenderíamos".

Es el chiste que le permite capear la única crisis auténtica que ha sufrido este Gobierno, que es la del 'sí es sí'. Porque todas las otras crisis podían ser polémicas interesadas en las que bastase con cerrar filas y repetir el catequismo. Porque en todas ellas el Gobierno se presenta como solución a problemas preexistentes y la discusión sobre sus soluciones ya son discrepancias técnicas interesadas. Menudencias.

Pero la del 'sí es sí' no es una crisis cualquiera ni una polémica más de las tantas que hemos visto pasar y desaparecer como lágrimas constitucionalistas bajo la lluvia. Sólo en la ley del 'sí es sí' se cumple a rajatabla el principio marxista de que "la política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados".

Sólo aquí el Gobierno es el problema y no la solución. Y sólo desde aquí se entiende lo que de trágico tiene la risa de Sánchez y la maldita gracia del chiste que es que a los buenos se les acabe juzgando siempre por sus intenciones y nunca, jamás, por los resultados de sus acciones. Por terribles que sean.

21.11.22

Vergüenza ajena de la propia

Para ser una fiesta, una ceremonia de inauguración, hubo mucho discurso. Es como si quisieran decirnos algo. Como si creyesen que nos debían una explicación. Y se pusieron todos los protagonistas, desde los cantantes hasta el emir pasando por el presidente de la FIFA, que ya llevaba días, Morgan Freeman y un joven árabe discapacitado.

Fue un discurso de la integración, decían las noticias. Por si no habían quedado claros los guiños capacitistas. Y las banderitas y los cánticos de todos los países. Un discurso en el que todos dijeron lo mismo pero donde no podían decir nada de verdad.

Una parodia del discurso buenista occidental, con su unidad, su globalización, su pluralidad, su amor a la Tierra, su esperanza y su respeto y la unión de las naciones en este precioso juego. Y la tolerancia. En Qatar. Nos están dando lecciones de tolerancia porque estamos siendo un poco intolerantes con los qataríes y con su historia de fútbol. 

Y si este es un discurso de integración lo es, precisamente, guiño guiño, como rampas para discapacitados para hacernos más fácil dejarnos rodar hacia Qatar y su Mundial. Es a nosotros, a los buenistas occidentales, a quienes estos discursos pretendían integrar. No, claro está, a los pobres discapacitados que haya en Qatar o a sus mujeres o a sus homosexuales o a sus esclavos.  

Es una parodia, ya digo, porque todo lo noble que podían tener todos esos principios, todos esos valores, se ve en Qatar y necesariamente reducido al bullshit. Que es, junto al dinero, y bien lo saben los qataríes, el único discurso universal. Porque la única forma de que todas estas gentes se pongan de acuerdo en un mismo discurso es que el discurso, simplemente, no quiera decir nada.

Y porque lo que tienen que explicarnos ya lo sabemos y, además, es inexplicable. Es nuestra vergüenza, si quieren ponerse así. Vergüenza ajena de la propia. Y es la mayor muestra de corrupción, que no es la (¡presunta!) corrupción económica de la FIFA sino la necesaria corrupción moral a la que se han visto obligados.

Es Infantino denunciando la doble moral de Occidente mientras declara que se siente qatarí, árabe, africano, gay, discapacitado, trabajador migrante y que por ser pelirrojo sufrió bullying de pequeño.

Que está muy bien ser autocrítico y preocuparse del bullying en los colegios. Pero quizás no en Qatar. Porque, como decía Hitchens, no es eso lo que detestan de nosotros. No es que en los colegios se haga bullying a los pelirrojos sino que se enseñe matemáticas a las niñas. Por eso, de todo lo que pudo sentirse Infantino en su vergonzoso discurso, lo único que no pudo ser es esclavo. Ni vivo ni, por supuesto, muerto. 

Llegaron al punto de sacar del armario en directo y desde el mismísimo Qatar a un jefazo de la FIFA. Para dejar claro que si él se sienta allí, “como persona gay”, a dos palmos del que (¡presuntamente!) corta a los disidentes con una motosierra, por qué no íbamos a poder sentarnos nosotros en el sofá de casa, sin motosierras pero sin mariconadas moralistas, a disfrutar del Mundial como hombres. 

Con tanta lección de sufrimiento y tolerancia me recordaron a Billy Burr cuando se quejaba de que interrumpiesen el partido para recordarnos que hay gente que se muere de cáncer. Como si no lo supiésemos. Pero es la gracia del deporte. La gracia que le veía incluso Cantona en ese extravagante discurso en el que nos recordaba que los humanos somos para los dioses como moscas para los chicos malos, que nos matan por diversión. I love football. 

La gracia de olvidarse de las mierdas del mundo por un rato. Pero no nos dejan. Llevan el fútbol a Qatar como llevaron antes Qatar al fútbol. Y no nos dejan en paz con sus discursos y con sus culpas y sus corruptelas y sus intentos de lavarse las manos y la conciencia convenciéndonos de que aquí no pasa nada.

Por eso no tiene sentido el boicot a este Mundial. A este, el que menos. Apagar la tele y cerrar los ojos es justo lo que no hay que hacer. Aquí hay que verlo todo y hay que verlo tan bien como podamos. Hay que ver lo que están haciendo ellos, lo que están haciendo en nuestro nombre y en el nombre de nuestros valores y hay que ver, incluso, lo que nos estamos dejando hacer.

Porque Qatar es algo que nos hemos dejado hacer.

De ahí que no tenga sentido el debate sobre lo que hayan gastado o de si tenían tradición futbolística o de si hace calor en noviembre o de si no tenían infraestructuras. Todo eso tiene sentido en países donde les falta algo de eso y donde la corrupción puede servir al desarrollo. Pero aquí sólo puede servir a la propaganda. Qatar tiene lo que quiere y si no tiene cerveza para los ecuatorianos ni derechos para las mujeres o para los homosexuales que no sean jefazos de la FIFA es porque no le da la gana. 

Ya es tarde para la pedagogía. Ya mandan ellos. Incluso en el fútbol, donde no se trata, obviamente, de que Qatar gane el Mundial sino de que el PSG gane la Champions. 

El problema no es Qatar, es el PSG. Es lo que une el corazón de Europa y de sus más nobles valores, la ciudad de las luces de Sarkozy y Carla Bruni con el negrísimo oro y el desierto qatarí de Al Khelaifi y Al Thani. 

El corrupto cinismo de las élites y el moralismo woke de sus infantes nos han dejado, es cierto, con pocos argumentos de autodefensa. Déjennos, al menos, gozar de la fiesta mientras dure. Que gane Messi, pues, ahora que ya juega para ellos pero que todavía lo sentimos un poco nuestro.

18.11.22

La inmigración como problema, solución y tragedia

Dicen que ya estamos a puntito de los 8.000 millones de humanos. Y dicen que la población del África subsahariana se va a duplicar un abrir y cerrar de ojos, y que algo habrá que hacer.

Y las almas bellas, muy preocupadas, supongo, por cómo se va a poner el tráfico en Lagos, ya se han puesto manos a la obra redistribuyendo inmigrantes por todos los rincones del Occidente civilizado. Es la solución, anuncian. Para ellos, los subsaharianos, y para nosotros y nuestros problemas, que es nuestra bajísima natalidad (ahora sí). Alguien tendrá que pagar las pensiones a las mujeres liberadas, claro. 

Pero la inmigración no es solución ni problema. Es una tragedia.

Es una tragedia porque en la inmigración, y particularmente en la inmigración masiva (que se anuncia ahora como se anunciaba antes el fin de los tiempos; redención para unos, eterna condena para los otros), están en lucha dos bienes incompatibles e inseparables.

Por un lado, la supervivencia misma de la civilización occidental, a la que los progres, si lo prefieren, pueden llamar derechos de las mujeres y estado del bienestar.

Por el otro, la vida y el bienestar, la libertad y la prosperidad, de millones de emigrantes presentes y futuros.

Y la tragedia, además, es que uno no puede simplemente elegir un bando y quedarse tan ancho. No puede optar sin más por defender nuestras sociedades, porque el futuro de la civilización occidental dependerá cada vez más de la libertad y la prosperidad de sus afueras.

Y no sólo por eso de que tengan que venir a pagarnos las pensiones, por cierto. Sino porque uno no puede, como pretende a ratos la derechona valiente, ser un caballero de la fe cristiana y batirse en defensa de los valores de Occidente si lo único que puede ofrecer al subsahariano errante es la crueldad del mar, la valla, la mafia y la policía "marroquí". 

Y tampoco puede, como pretendería el progresismo cándido, salvar el Estado del bienestar y los derechos de las mujeres y LGTBI, y todo lo que de bueno tengan o vayan a tener nuestras sociedades, sin preocuparse del efecto que esos millones de jóvenes solteros llegados de países menos progresistas, con culturas incluso más heteropatriarcales que la nuestra, vayan a tener en nuestras sociedades y sus valores progresistas.

No podemos ser buenos progres y preocuparnos de verdad por el futuro de los inmigrantes si no nos preocupamos, de verdad, en serio, de cómo seguir siendo efectivamente una sociedad mejor a la que merezca la pena emigrar. 

De ahí también la inmoralidad de la politología socialdemócrata cuando afirma que necesitamos a los inmigrantes para que nos paguen las pensiones y el Estado del bienestar. Lo mínimo sería no tratar a los inmigrantes como simple fuerza de trabajo y lo decente, imagino, sería aceptar que si vienen también ellos tendrán que poder elegir qué hacer con sus impuestos y con su Gobierno.

A ver si al final va a resultar que estos jóvenes tan dispuestos a trabajar y a fundar las start-ups del futuro nos salen todos tan liberales como su colega Elon Musk y nos quedamos sin pensiones, sanidad, leyes feministas o ninguna de estas maravillas tan nuestras. 

Es además de una peligrosa ingenuidad creer que en una sociedad como la nuestra, con un paro juvenil con el nuestro, y con el miedo creciente a la tecnificación del mercado laboral, se asuma que venir aquí con ganas de trabajar es suficiente para poder prosperar y para salvarnos el sistema.

Una peligrosa ingenuidad, digo, como lo es siempre la ingeniería social. Especialmente cuando se concibe a escala planetaria, sin dejar siquiera la posibilidad de mantener el mínimo grupo de control que cualquier experimento (incluso en ciencias sociales) exige para ser presentable.

Es posible, por mucho que se nieguen a contemplarlo, que la inmigración masiva por si sola no solucione ni los problemas de Occidente, ni los de los inmigrantes y sus sociedades.

Es posible, de hecho, que acoger a los jóvenes subsaharianos con más ganas de trabajar y ponerlos a pagarnos las pensiones tras la barra de algún chiringuito de playa sea malo para ellos, para sus sociedades, que pierden a sus mejores activos, y para nosotros. 

Es muy posible, en fin, que todo esto sea una tragedia.


10.11.22

El cuento del trumpismo y la silla vacía

Algo entendió Clint Eastwood cuando, hace ya muchos años, subió al estrado en plena convención republicana y se puso a discutir con una silla vacía. A la silla la llamaba Obama y a Mitt Romney, futuro presidente. Pero su intuición se hizo cierta años después, cuando en esa silla no se sienta Joe Biden y la oposición no la lidera Donald Trump.

Hace años que los republicanos hablan con una silla vacía. Porque a los demócratas, para mantenerse en el poder y para salvar el sistema, les ha bastado presentar a Biden, a quien ahora y muy compasivamente empezamos a ver un poco desorientado. Y a Kamala Harris, a quien hace días que vemos más bien poco.

Trump ha sido, sin sorpresa ni paradoja, el mejor aliado de las aspiraciones demócratas. Simplemente porque hace años que los demócratas no tienen mayor argumento ni proyecto que la defensa de la democracia frente a los riesgos del fascismo y el populismo que representaría.

A pesar de la inflación, a pesar de Rusia, a pesar de Biden… a los demócratas les ha bastado una silla vacía para resistir en el poder. Y les seguirá bastando mientras puedan presentar las elecciones de forma creíble como una lucha entre democracia y fascismo. Mientras la amenaza parezca real, el viento soplará a su favor.

Pero estas elecciones demuestran que el éxito de esta vieja estrategia tiene los días contados. Porque la derrota de Trump hace la amenaza mucho menos creíble.

Y parajoda es que la derrota de Trump pueda suponer la victoria del trumpismo. La alternativa a Trump es el trumpista Ron de Santis, y no el retorno de los “republicanos McCain”, como les llama Kari Lake, la trumpista derrotada en Arizona, recordando el histórico momento en el que Trump rompió con el decoro y con el partido despreciando a John McCain por haberse dejado pillar.

Trump tenía razón. Los republicanos también prefieren a los ganadores y él ya hace tiempo que es un perdedor.

De ahí que tantos, republicanos y anti, celebren ahora la derrota presente y futura de Trump frente a de Santis. Que hasta hace pocas horas era un trumpista más y ahora es un trumpista menos.

Se demuestra así que el trumpismo sin Trump es posible y exitoso. Y se demuestra también la auténtica dimensión del cambio que supuso Trump en el Partido Republicano. Y, por ende, en la reconfiguración ideológica del bipartidismo americano.

Porque ahora el Partido Republicano ya no es sólo el partido de los McCain sino también el partido de J.D. Vance, el hillbilly más famoso de América y senador electo de Ohio. Y es también, sin sorpresa ni paradoja, el partido de cada día más liberales asaltados por la realidad de un partido demócrata en manos de zombis y tiktokers con ínfulas empeñados en representar la peor versión de sí mismos en todas y cada una de las batallas culturales que promueven.

El Partido Demócrata aguanta, dicen. Pero la derrota de Trump ha centrado y empoderado a Ron de Santis. Ha institucionalizado el trumpismo, que es lo que Trump nunca logró. Su auténtica victoria, que no podrá ser sino póstuma. Y para ganar las próximas elecciones, a los demócratas ya no les bastará con presentar una silla vacía.

5.11.22

Ave, Elon

Tampoco es que hasta ahora Twitter fuese público, por mucho que tantos se empeñen en creerlo. Pero quizás lo parecía. Porque se supone que era gratis. Y, sobre todo, por esa promesa de servicio público, de ágora digital global y blablabá que se traduce en una de esas colaboraciones público-privadas que tanto gustan al socialdemócrata cabal cuando tiene poder y que tanto le escandalizan cuando el poder lo tienen los demás.

Por eso Twitter (y Facebook) eran herramientas de libertad cuando nos trajeron las primaveras árabes y a Obama, y empezaron a ser una seria amenaza a la democracia cuando ganó Donald Trump y compró Elon Musk.

Por eso se lamentan ahora tantos de los que creían (con toda la razón del mundo además) que Twitter era y tenía que ser una plataforma al servicio de la democracia, que tan a menudo se confunde con los intereses ideológicos y electorales del Partido Demócrata estadounidense.

Periodistas y políticos que presumen ahora de no querer pagar ocho euros para tener un tic azulito al lado de su nombre. Porque creen que Twitter les debe algo, cuando son ellos quienes han basado toda una carrera, una ideología y una vida entera, en muchos casos, en el zasca y la butade de 140 caracteres. Vayan libres y en paz a su Canadá del metaverso y sea de ellos y de su memoria lo que el pueblo soberano considere.

Porque estas confusiones partidistas e interesadas han llevado a la plataforma a imponer, de forma sistemática, pero arbitraria, una interpretación mucho más restrictiva que la ley sobre cómo debería ser la conversación pública global.

Cuando se habla del enorme poder que tienen estas multinacionales de la información y similares habría que recordar que lo peor de este poder es la arbitrariedad y el anonimato con el que se ejerce. Hasta el punto extremo de que la mayoría de los mortales hayamos tenido que esperar a que Musk la echase para conocer a la responsable del Nomos de la red. De la ley fundamental que ordenaba de forma demencial, y muy probablemente ilegal, los códigos de buena conducta que permitían al ayatolá llamar al exterminio de los judíos, pero no a Jordan Peterson recordarnos algunas cosas básicas de la biología humana cuando todavía no le interesaba al PSOE.

Ahora tendremos a Musk. Y así podremos al menos acordarnos de él y de sus progenitores cuando la cosa decaiga. Y es una suerte y un consuelo, además, que en este ambiente y en este mundo tan orientado hacia el capitalismo de Estado, de empresas zombis y conciencias que tal bailan, con unas élites políticas, económicas y mediáticas preocupadísimas por la educación moral e ideológica de la ciudadanía, haya todavía espacio para que algunos hijos de papá jueguen al libertarianismo en lugar de gastárselo todo en lanzallamas y shitcoins.

No deberíamos preocuparnos tanto por Musk, por su posible éxito ni por su probable fracaso. Deberíamos en realidad celebrar las dos posibilidades, porque son el corolario de nuestra libertad.

Si fracasa, pues bien. Aunque sólo fuese porque todos necesitamos un poco de desenganche. Si en lugar de la plataforma libérrima que promete, Musk acaba creando una red segregada por clases, con unos ricos ordenaditos y pagando por el tic azulito, y unos pobres sumidos en el caos y dejados a merced de trols y anuncios y otros males, pues otros vendrán que lo harán mejor.

Porque, por mucho que fracase, Musk no puede cargarse la democracia ni puede cargarse un ágora pública global que, simplemente, ni existe ni puede existir. Tanto por razones técnicas como, sobre todo, por razón de nuestra naturaleza, que hace que cuando hablamos todos a la vez no se entienda nada. Todo lo que puede cargarse Musk es una red social. Una de las ya muchas que ha habido y que nadie recuerda, y de las que todavía están por venir.

Su fracaso sería, en todo caso, una peculiar forma de redistribución de la riqueza que debería servir al menos para secarle las lágrimas a todas las Ocasios que estos días guardan luto.

Y si tiene éxito, Twitter será lo que los progres creen que era. Y, por lo que parece, no hay sitio más bello ni más feliz en el mundo. Así que todos contentos.