30.10.19

Poderosos e inocentes

Me gustó el discurso de una regidora de la Cup en Sant Cugat. Le habían pedido, creo que los de C’s pero no se veía en el vídeo, que condenase la violencia que se ha vivido estos días en Barcelona. Y ella se tomó en serio el reto y se puso muy seria, casi técnica, a definir qué es violencia y a distinguirla de los altercados para justificar su previsible negativa a condenar nada.

Acabó donde empezó, en ese lugar en el que la violencia no se condena cuando es propia. Pero en el camino dejó al menos claro  que ella y, cabe suponer, su partido, entienden que la violencia sólo es tal cuando se ejerce contra humanos y que lo demás son "altercados". Y entendemos también por qué se apresuró a señalar que violencia es lo de los neonazis (por qué, por cierto, se les llamará neo, si son el de siempre) que cruzaron Barcelona con bates y machetes para proteger los contenedores de la quema. Esa violencia que nadie pide que se condene porque se da por condenada, y que sólo se recuerda para atribuírsela a alguien o para relativizar la propia. Nosotros quemamos contenedores, pero es que vosotros salís a matar.

Lo que tiene de novedoso o de interesante esta aclaración es que explica por qué un partido que constantmente y con gran descaro justifica tanto la violencia como los altercados de los suyos es tan estricto al condenar casi cualquier cosa o decisión que no le guste como "violencia sistémica". Porque, como en esa magnífica escena de Los caballeros de la mesa cuadrada, la violencia del sistema es contra las personas, no contra los contenedores.

Pero lo que nos enseñan Los caballeros de la mesa cuadrada es que el sistema sólo es violento de forma interpuesta o, mejor dicho, metafórica. Que lo que define la violencia no es, como pretende la cupera en cuestión, contra qué se ejerce sino quién la ejerce. Y quien ejerce violencia es siempre un hombre en nombre de una idea y que la ejerce siempre con un fin; el de lograr la obediencia que no puede lograr por falta de poder (de convicción). Es casi pornográfico ver escenas tan típicas y que se repetían ayer mismo en las que el mismo que cierra por dentro la universidad se abre a dialogar con aquellos a quienes impide el paso. El diálogo es ficticio y él lo sabe mejor que nadie, pero el gesto se repite constantemente porque mientras finge explicar, mientras finge que intenta ilustrar y convencer, el violento revolucionario se va convenciendo de los poderosos e inocentes que son él y su causa. 


23.10.19

Catalani(hili)smo

Torra habló de infiltrados, que es lo que suelen hacer los políticos cuando se avergüenzan de lo que se hace en su nombre. Porque a pesar de lo incómodos que suelen ser por sus pintas y sus actitudes, los infiltrados son en realidad de gran utilidad. De entrada, por algo que es evidente y conocido: porque la apelación al infiltrado malvado permite reforzar la idea de que los propios, los auténticos, y de nuestra causa común, son los buenos. Pero segundo, y aquí el problema, porque permite que el político mantenga y proyecte la ilusión del control político de las movilizaciones. Señalando a los descontrolados como extraños, como los de fuera, se refuerza la idea de que los propios, los de dentro, están bajo control. Eso es siempre una mentira y sólo a veces piadosa. Eso alimenta el ego del político y le hace creer que realmente dirige y controla. Y lo hace con la complicidad de los presuntos controlados, los propios y dirigidos, que callando otorgan el reconocimiento que busca el líder.

Pero, a pesar de todo, y por usarlo estos días y en este contexto, a Torra le han descubierto en truco. Esta vez, la primera que yo recuerde, han salido los presuntos a decirle a Torra que de infiltrados nada y que si acaso el infiltrado es él. Esta insólita respuesta demuestra lo que Torra querría ocultar tras la espesa cortina de humo de esta semana. Que Torra no puede mandar a los suyos a casa porque ya no los controla. Porque ya no son suyos. Y que ni siquiera lo intenta porque lo sabe y porque cree además y con ellos que en estos momentos, de nuevo históricos, se está mejor en la calle que en casa. Que a casa sólo se vuelve derrotado y a esperar la muerte política y nacional y que sólo en la calle, al calor del fuego regenerador, se puede seguir soñando en la victoria. Pero esta es una ensoñación peligrosa, incluso para el propio Torra. Porque cada día que pasa y cada altercado que montan va dejando más claro que estos supuestos infiltrados ya están casi tan en contra del Estado como de los propios partidos y líderes independentistas.

Infiltrado tú, le responden a Torra, porque esta revolución ya no es la suya. Esta ya no es la revolución de las sonrisas, esa doble mentira con la que los líderes independentistas pretendían mantener el control de los sucesos y de su relato. Por eso, mientras tantos insisten todavía y desde todos los ámbitos del independentismo, desde la calle y desde las tribunas, que sólo con la movilización permanente se va a conseguir sentar al Estado en la mesa, la respuesta que reciben estos días, una y otra vez, es que esto ya no va de negociar nada con el Estado. El procesismo que quería forzar una negociación ha muerto de éxito, porque finalmente ha calado, y ha calado hondo, la idea de que con este Estado no hay posibilidad de diálogo, negociación ni entendimiento. Cualquier paso y cualquier discurso en esta dirección es ya un intento de traicionar al pueblo. Y cualquier líder que busque distanciarse del fuego revolucionario se convierte, claro está, en un "botifler". Gabriel Rufián, ese charnego desagradecido, lo vivió hace pocos días en carne propia y, cabe sospechar, por iniciativa propia. Y lo han vivido y lo van a vivir muchos otros de estos presuntos líderes del proceso. Porque durante años le han dado a su pueblo a elegir entre una España fascista, demófoba, autoritaria, represiva y etc. y la nada. Y su pueblo, que no es tonto, ha elegido la nada.

También por eso tiene algo de patético ver a todos estos presuntos líderes políticos y mediáticos del independentismo repetir estos días al unísono que "así, no". Habría que preguntarles "¿cómo, pues?". Porque los mismos que durante años han presumido de ser más listos que el Estado, que sus críticos y más listos incluso que la propia naturaleza de los asuntos políticos son quienes, por no reconocer su histórico fracaso, siguen llamando a las movilizaciones constantes, masivas y pacíficas pero sin decir cómo, hacia dónde ni para qué. Se diría que quieren a unos ciudadanos moviéndose constantemente pero en círculos, avanzando a paso decidido hacia ningún lado. Porque eso es, a estas alturas, lo único que pueden ofrecerles. La sentencia y el Estado han dejado bastante claro a los líderes independentistas y a su pueblo ya no pueden ir hacia adelante, y las protestas les recuerdan que tampoco pueden ir hacia atrás.

El independentismo se está volviendo nihilista porque ha perdido la fe en su propia capacidad de ofrecer una alternativa real a este Estado al que tanto desprecia. Gran parte del independentismo ha dejado de creer en la independencia y ya sólo parece creer de verdad en su derecho a queja. Y por eso están tantos, y como buenos revolucionarios, en contra de las apelaciones al realismo político; porque están en contra de la realidad. Se diría que de una situación así sólo los puede sacar alguien que como ellos se haya visto tentado por este mismo nihilismo. Pero que sea capaz de explicar en un lenguaje claro el significado positivo y no sólo destructivo de sus aspiraciones. Alguien que entienda en el fondo que la principal, sino la única, tarea de la política es la canalización de estas pasiones hacia la convivencia pacífica y la normalidad democrática. Alguien que sea capaz de proponer un plan que vuelva más realista y atractiva la independencia, aunque sea lejana, que la destrucción. Mientras se espera a ese alguien, parece que Rufián y ERC se mueven y que Mas va recuperando protagonismo. Parece de chiste, claro, pero por algo se dijo aquello de que la historia se hace primero como tragedia y luego como farsa.

Publicado en Expansión

14.10.19

Redescobrint l'idiota


Abans d’això no se’n deia populisme, però recordo sovint un vídeo que corria per les xarxes ara ja fa uns quants anys, quan Obama es presentava per primer cop a la Presidència dels Estats Units. Era el vídeo d'un periodista o pseudo-tal que sortia al carrer amb un micròfon i una càmera per preguntar a tot d'afroamericans què pensaven de certes propostes polítiques i a qui pensaven votar. L'experiment es convertia en una paròdia un punt racista quan, després de declarar-se contraris a un bon grapat de mesures que el candidat demòcrata portava al seu programa, aquests mateixos afroamericans declaraven que votarien Obama sens cap mena de dubte.

(...)

9.10.19

Hechos y derechos

“Sólo las dictaduras encarcelan a líderes políticos pacíficos”. Eso decía al menos y al mundo una pancarta que colgaron los sospechosos habituales la otra noche, noche de Champions, en el Camp Nou. A Manuel Valls le parece mentira y le parece además que la libertad de expresión no ampara la mentira. Y a mí, para variar, me parece todo muy confuso.

Me parece, para empezar, que la libertad de expresión ampara la mentira bastante a menudo. O que ampara al menos la publicación de falsedades cuando no se puede demostrar que sean deliberadas. Y me parece que a pesar de todo está bien que así sea y que en estas cuestiones rija el principio de in dubio, pro libertate.

Pero me parece, sobre todo, que la pancarta que nos ocupa no es una falsedad sino una opinión. Una opinión equivocada, peligrosa incluso, pero opinión. Es evidente que podría leerse como una falsedad de hecho en un sentido muy claro: también las democracias encarcelan a líderes políticos pacíficos. Por ladrones, por ejemplo. O por presuntos sediciosos. Pero lo que dice la pancarta, aunque no lo diga así por razones elementales de espacio y de estilo, es que a esas democracias no se las puede considerar tales. Que a esas democracias habría que considerarlas, de hecho, dictaduras. Esto no es un hecho sino una opinión, basada en el hecho de que la democracia es siempre una realidad imperfecta o un proyecto inacabado y que por eso cualquier quincemesino que salga a decir que le llaman democracia pero no lo es tendrá siempre algo de razón, por muy equivocado que esté. Lo que pide la pancarta, diría que sin saberlo e incluso sin quererlo, es la total inmunidad para cualquiera que pueda ser considerado un líder político. Incluso, habría que recordar a sus redactores, si el líder en cuestión fuese miembro de la oposición constitucionalista.

Será entonces una opinión absurda en su planteamiento y peligrosa en sus consecuencias, pero opinión al fin y al cabo. Y más allá de la cuestión de si cabe exhibir estas opiniones en un campo de fútbol y de quién tiene o debería tener potestad para decidir sobre el particular, el debate fundamental en nuestras sociedades libres y democráticas sigue siendo la importancia de diferenciar entre hechos y opiniones. Del s.XX y sus totalitarismos creímos aprender que la capacidad de diferenciar entre verdad y mentira y hechos y opiniones es fundamental para salvaguardar la libertad. Porque allí donde estas distinciones son ya irrelevantes se impone el relativismo de Estado, es decir, la tiranía totalitaria. Pero no quiere decir únicamente que debamos proteger a los hechos de la tiranía de la opinión, sino que también debemos proteger a la opinión frente a aquella tiranía de los hechos que consiste en tomar por hechos incontestables cosas que son, podrían o deberían ser objeto de discusión.

El ámbito de la libre discusión democrática es necesariamente el ámbito de la opinión, aunque sólo fuese porque sobre el hecho hay mucho que conocer pero poco que discutir. Del olvido de esta diferencia es de donde sale también el peligro de tanto censor disfrazado de denunciante de bulos y fake news, que no deja de encontrarlos porque no deja de confundir hechos y opiniones para condenar las opiniones ajenas sin proteger con eso ninguna verdad ni ninguna libertad. La discusión sobre qué es y qué debería ser la democracia es connatural a la propia democracia. Y por absurda que sea o que parezca a veces la discusión, es evidente que no podemos darla por terminada sin terminar al mismo tiempo con la democracia tal como la conocemos.

2.10.19

Buenérrimos

A Jürgen Klopp le dieron el trofeo al mejor entrenador de la temporada pasada y lo agradeció con un discurso muy celebrado por lo socialmente comprometido. Pocas semanas antes, Eric Cantona, en una ocasión similar, hizo un discurso bastante incomprensible pero en el que parece ser que advertía sobre la catástrofe venidera y mostraba también su compromiso social. El mundo del fútbol parece saber lo que se espera de él y responde en consecuencia. Esperamos que sean ricos, que tengan éxito y que sean padres ejemplares para sus hijos y para toda la sociedad. Por eso, en estos casos, discursos como los de Cantona siempre tienen más gracia. Por lo confuso del mensaje y por lo auténtico del personaje. Auténtico llamamos a aquello que le hace ponerse unos espaguetis por sombrero para burlarse de Neymar, de sus peinados y de sus florituras, y auténtico era también aquello que le hacía saltar lleno de ira contra el público rival y pelearse con las abuelas del equipo contrario como hacía cuando era todavía una leyenda en construcción. Hay algo complejo en estas gentes que se pierde, como en todos, cuando les pedimos que sean perfectos. Es normal y casi necesario que el discurso le salga confuso a un tipo como él y mucho más claro a un tipo como Klopp.

Porque Klopp es el malo que gusta ahora en el mundo del fútbol. Es un poco aquello que antes se llamaba un metrosexual, con esas gafas tan modernas y esa barba canosa tan bien recortada y que parece ser que gusta tanto entre las mujeres y algunos hombres, de Liverpool y más allá, porque es la perfecta sofisticación, que disimula pero no esconde, de la virilidad que se espera de un buen deportista. Tanto cuidado en las formas, palabras y procederes pueden disimular, pero no esconder, la verdad que se esconde en sus silencios. Porque la verdad de Klopp y diría que de todos los deportistas, lo que los lleva a estos actos en calidad de premiados, es justo lo que allí tiene que callar. En el caso de Klopp, esta verdad se llama Pep Guardiola. Klopp pudo agradecer y agradeció, con humildad y aparente sinceridad, a su colega Pochettino esa final de Champions a la que debe el premio. Pero no pudo agradecer a Guardiola esos partidos de Premier que le robaron el título. Por aquello de que es más fácil ser generoso en la victoria que en la derrota. Pero, sobre todo, porque la rivalidad con Guardiola trasciende el juego y tiene algo de inefable, de indómito. Es una rivalidad que como tantas, como todas las grandes, surge de la casualidad en el repartimiento de camisetas y no de ningún principio moral del que pueda darse cuenta en una gala como estas. Es la rivalidad auténtica, gratuita, a la que deben sus éxitos. Que no se puede explicar porque no se puede entender. Porque sale del mismo carácter, de la misma pulsión que les lleva al éxito. Es la verdad que hay que esconder para parecer moral. Por eso, cuando les pedimos que sean perfectos les pedimos que nos engañen. Y bien estará, mientras nosotros sigamos dispuestos a dejarnos engañar y ellos sigan dispuestos a las maldades y las hipocresías que sean necesarias para seguir ganando.